La relevancia de la civilización púnica no se genera por arte de birlibirloque en Cartago. Viene de lejos y tenemos que buscarla en sus ancestros fenicios que por un tiempo fueron amos y señores del Mediterráneo. El reportaje económico del profeta Ezequiel, que se documentó en archivos de Babilonia donde vivía hacia el año 600 aC., se hace eco de aquel poderío: «¡Tiro, tú eras un navío de acabada hermosura! Tus fronteras estaban en el corazón de los mares y tus fundadores te hicieron de acabada belleza. Con cipreses de Senir construyeron las planchas de tus flancos, de cedro del Líbano tu mástil, de las encinas de Basán hicieron tus remos y de marfil de Kittim incrustado en cedro era tu puente. De lino recamado de Egipto eran tus velas y de púrpura y escarlata de Elisá tus entoldados. Tus remeros eran de Sidón y de Arvad, tus sabios iban a bordo como timoneles y contigo estaban los ancianos y artesanos de Guebal. Todas las naves del mar estaban contigo para asegurar tu comercio. Los hombres de Persia, de Lud y de Put, eran tus guerreros. Los hijos de Arvad guarnecían tus murallas y torres. Tarsis te abastecía de plata, hierro, estaño y plomo. Yaván, Túbal y Mések, te proporcionaban bronce. Las gentes de Bet-Togarmá te entregaban caballos de tiro y de silla. Las islas te pagaban con colmillos de marfil y madera de ébano. Edom abastecía tus mercados de malaquita, púrpura, recamado, coral y rubíes. Judá y la tierra de Israel te proveían de trigo, cera, miel, grasa y resina. Damasco te proporcionaba vino de Jelbón y lana de Sajar. Dan, Yaván y Uzal te proveían de hierro forjado, canela y caña. Dedán te daba sillas de montar. Arabía y todos los príncipes de Quesdar te pagaban con corderos, carneros y machos cabríos. Los mercaderes de Saba y de Ramá te traían aromas, piedras preciosas y oro. Jarán, Kanné, Edén, Asur y Kilmad traían a tu mercado vestidos de lujo, mantos de púrpura y brocado, tapices multicolores y maromas trenzadas. Y las naves de Tarsis formaban tus flotas y aseguraban tu comercio». (Ez, 27, 1-25).

Como comenta Dimitri Baramki en Phoenicia and the Phoenicians (Beirut, 1961) no existieron en la edad de oro fenicia, (siglo IX aC), ciudades tan cultas y ricas como Biblos, Sidón y Tiro. Nadie amenazaba su dominio en el mar, los tesoros se amontonaban en sus arcas, sus almacenes rebosaban de mercancías, sus puertos eran los más transitados, sus calles eran una babel de lenguas y a todas horas, de día y de noche, se oía música en los palacios donde los comerciantes celebraban tumultuosas orgías. Si Sidón era un paraíso, «la ciudad florida», Tiro fue el Manhattan de su tiempo. Así la ve el poeta griego Nono en el siglo V: «Ciudad orgullo del mundo, espejo de la tierra, arquetipo del cielo. Jamás he contemplado belleza igual. ¿Qué mano divina te diseñó y construyó tus casas y murallas?» Y de nuevo el profeta Ezequiel se deshace en elogios: «Vivías en medio del Edén, el paraíso de Dios. En tus vestiduras brillaba toda suerte de piedras preciosas, la cornalina, el topacio, el diamante, el crisólito, el ónice, el berilo, el zafiro, el carbunclo y la esmeralda. Los tamboriles y las flautas de oro estuvieron preparados para ti en el día de tu creación. ¡Oh Tiro, tu eras perfecta!» (Ez, 28,11-13).

Los fenicios levantaron el templo de Salomón, tenían los mejores puertos y los mejores navíos, inventaron la púrpura, el vidrio, el alfabeto que todavía utilizamos y en el comercio que practicaron a gran escala ya sentaron las bases del capitalismo. Pero no sólo fueron buenos negociantes. De Tiro fueron filósofos como Porfirio, discípulo de Plotino, medio fenicio era Tales de Mileto y púnicos de pura cepa eran Zenón, Tertuliano y San Agustín. Nada más falso, por tanto, que considerar a los púnicos incultos o iletrados. Este prestigioso legado fenicio es el que traen a Occidente los ciudadanos de Tiro que fundan Cartago. Dice Virgilio en su epopeya que a Eneas le sorprendió la riqueza y la cultura de los habitantes de Cartago, en los que no vio comerciantes siniestros y ávidos de lucro, sino gentes amantes del teatro, la danza y la poesía. Algunos investigadores aseguran que, después de la biblioteca de Alejandría, los mejores archivos del mundo antiguo eran los de Cartago. La cuestión es saber si se perdieron cuando los romanos incendiaron la ciudad. Plinio el Viejo habla de la bibliotheque de Cartago, armarios llenos de rollos o uoluminia de papiro, archivos, crónicas y una voluminosa literatura religiosa que también menciona Plutarco (De facie, 26-30).

Parece que todo ello pudo salvarse del incendio y esconderse bajo tierra (V. Krings, 1991, p. 655). Y luego, como recoge Plinio el Viejo, (H.N. XVIII, 22-23), el Senado romano lo habría donado a su aliado Masinisa, reyezuelo local, tras la caída de la ciudad, asegurando, mediante traducción al latín y al griego, algunos tratados como los 28 libros del agrónomo Magón. También Salustio cita en su Guerra de Yugurta aquel mismo legado: ´ex libris Punicis qui regis Hiempsalis dicebantur´ (Yug. 17,7). Y San Agustín (Ep. 17, 2) envía a finales del siglo IV a un gramático de la ciudad de Madauro una carta en la que defiende los libri Punici «que tanta ciencia y sabiduría han aportado al patrimonio de la Humanidad». Visto lo visto, parece imposible negar la existencia de aquella biblioteca. Lo que nos devuelve al enigma del principio: ¿cómo es posible que en Ibiza no nos hayan quedado vestigios escritos significativos de aquella potente cultura púnica? Probablemente, nunca lo sabremos.