La jefa de celadores le fue a buscar a toda prisa a la capilla. «Te requieren», le dijo. Una madre había rogado que le llamaran. Le condujeron hasta la morgue del hospital. Allí estaba la criatura. Tenía apenas un mes. Muerte súbita. Abrieron la compuerta de la nevera donde yacía el pequeño cuerpo y comenzó a rezar. Era duro orar por el alma de un bebé, pero era aún peor lo que le esperaba. Porque solo rezar no era suficiente para su progenitora: «Me dijo que lo cogiera y lo abrazara, porque creía que solo así ascendería al cielo», recuerda Pedro Miguel López, el capellán del hospital Can Misses. «Y le cogí entre mis brazos».

«Psicológicamente, ser capellán es duro. Cada persona te cuenta su dolencia, tanto física como espiritual. Y si no pones una barrera, eso te lo llevas a casa», señala López, que además es párroco de Jesús. Sostener aquel diminuto cuerpo sin vida le marcó: «Son cosas que te dejan huella». Incluso a un veterano como él. Lleva una década como capellán del centro hospitalario, donde ofrece cuidados paliativos a las almas de los feligreses que, por diversas circunstancias, son internados en Can Misses. Hace apenas un mes, el obispo, Vicente Juan Segura, le nombró nuevo delegado diocesano de Pastoral de la Salud, cargo que estaba vacante desde hacía más de un lustro. Entre sus objetivos está el de recuperar el cuerpo de seglares que antaño ayudaban en esa tarea.

Siempre de guardia

Siempre de guardiaÉl consuela los espíritus los lunes, miércoles y viernes de 10 a 13 horas, mientras que los capellanes Ricardo Rodil y Javier Betancourt se reparten sábados y domingos y martes y jueves, respectivamente. López tiene asignadas las plantas de Traumatología y Medicina Interna; Betancourt las de Especialidades Médicas e Interna; y Rodil la de Cirugía. Todos acuden a la UCI. A Pediatría, Maternidad y Urgencias solo van excepcionalmente, si alguien lo pide explícitamente. Tanto en la clínica Vilás como en la residencia Reina Sofía hay más capellanes.

López siempre está de guardia. Le llaman a cualquier hora del día, cualquier jornada. Casi siempre es para administrar el sacramento de la unción de los enfermos: «Sobre todo hay muchos ibicencos muy mayores que creen que si no la reciben antes de morir les falta algo», asegura.

Una boda a un enfermo de cáncer

Una boda a un enfermo de cáncerPero no solo le requieren para ese consuelo antes de dar el paso definitivo. También ha bautizado a neonatos e incluso celebró una boda en el antiguo hospital de Can Misses: «Él novio tenía cáncer. Se hizo porque no estaba clara cuál sería su suerte. Pero aún vive».

No cobra un euro por esta labor. El Ib Salut paga por ese servicio de los capellanes, pero al Obispado. Su sueldo es un «mínimo vital» (de solo tres números), como el que perciben todos los sacerdotes de la isla. Tampoco reclama que le paguen por ello: «Como sacerdote y como persona, esta experiencia me enriquece todos los días. Me ha servido para tener los pies en el suelo». Es en el hospital donde «se palpa la realidad del ser humano». Allí se enfrenta a «casos límite». Acompaña y escucha a los pacientes. ¿Y qué hace con los que están inconscientes? «Si los tocas, basta con que noten tu calor para que se apacigüen. Saben que estás a su lado. Eso es lo que necesitan», afirma. «Aquí encuentras la humanidad sufriente que precisa amor y consuelo». Y él da tratamientos paliativos a esas almas atormentadas por el dolor.

Cada jornada visita a decenas de personas, no siempre de su credo. Nunca, comenta, le han recibido mal. Por los pasillos se topa con mucha gente que le conoce, lo cual no es extraño pues es uno de los curas más populares de la isla. Le cuentan sus dolencias o las de sus familiares, o le anuncian que, como ofrenda, acaban de colocar una rosa a los pies de la Virgen de la Consolación que preside la capilla. O se para conversar durante un cuarto de hora con un otorrinolaringólogo o una enfermera a la que conoce desde que era niña. Un auxiliar le pregunta qué tal se siente después de que recientemente le extrajeran una piedra del riñón. Una logopeda bromea con él: «Que no te tengamos que ver». «Lo dice porque mucha gente me asocia con la muerte», indica López.

«Creía que era el médico»

«Creía que era el médico»Conoció a Rita Cardona hace cinco años, cuando ella ingresó por otra enfermedad. Ahora, esta formenterense lleva dos meses en el hospital debido a una caída: «Me gusta que venga a verme. Hablamos de todo. De lo terrenal y de lo espiritual», cuenta la mujer, que en él encuentra «el consuelo de un amigo».

Cuando hace un lustro habló con Pedro por primera vez, pasó un rato largo hasta que se dio cuenta de que era un sacerdote: «Vino a mi habitación y nos pusimos a charlar. Pensé que era médico, pero al cabo de un rato me percaté de que era un cura». Quizás por el alzacuellos. Pasea por el hospital con una bata blanca en uno de cuyos bolsillos está bordada la palabra capellán.

El capellán junto a Rita Cardona, a la que conoce desde hace cinco años. Foto: J.M.L.R.

Respecto al debate abierto sobre la conveniencia de que haya capillas en los hospitales y de que el Ib Salut destine parte de su dinero a este servicio, López es tajante: «Es necesario. Acompañamos a los enfermos tanto en su sufrimiento humano como espiritual. Pero además les sirve como válvula de escape ante la enfermedad que padecen», argumenta el sacerdote.

Y a él le es útil para renovarse diariamente como persona: «Cada día es un aprendizaje, ya que por aquí pasa gente nueva casi cada jornada», indica. En verano todo es distinto. Es la época en que no duda en echar broncas a los jóvenes, sobre todo británicos. No sabe por qué, pero dice que incluso chavales que nunca han probado el alcohol o las drogas se transforman en cuanto pisan Eivissa: «Muchos son niños católicos, apostólicos y romanos que cambian de chip en cuanto aterrizan. Incluso gente sana, en cuanto llega bebe hasta hacer balconing». Les abronca en inglés.

La hostia en el píxide

La hostia en el píxideLos capellanes guardan una libreta (en realidad, unas hojas del Ib Salut grapadas) en un cajón de la capilla en la que anotan qué enfermos han expresado su deseo de comulgar a diario. López extrajo una hostia consagrada del sagrario de la capilla del hospital (situada en el edificio D: «D de dios», comenta jocoso el cura) y la introdujo en el píxide (o portaviático), una cajita metálica, para dar la comunión a Luis (nombre figurado), que se encuentra en Cirugía y que, según la anotación que figura en la cuartilla, está algo bajo de moral.

«Psicológicamente, tienes que ser fuerte para dedicarte a esto», detalla López, que cada año asiste a unos cursillos específicos en El Escorial (Madrid). Porque hay enfermos «que remontan tras pasar por la UCI», pero otros a los que no vuelve a ver tras ofrecerles consuelo: «El secreto es tener compartimentos en tu cabeza. Las cosas del hospital hay que dejarlas en el hospital, no llevarlas a tu casa», se sincera. Aunque no debe de ser sencillo borrar aquel momento en que abrieron la nevera y descubrió el pequeño cuerpo del bebé al que acababan de hacer una autopsia. Mucho menos la mirada desesperada de la madre que le rogaba que lo abrazara para que el pequeño se encontrara con las puertas del cielo abiertas.