Desde que la Ibiza estival supura humanidad por cada poro de su geografía, la isla ha comenzado a engullir sus propios mitos, en el sentido literal del término. Cada leyenda que inyecta magia y misterio a nuestra aura de isla singular es transformada en producto de masas y consumida hasta agotar la última partícula de su esencia.

Antaño, los viajeros iniciados en los arcanos de las Pitiusas acudían, por ejemplo, a impregnarse de los efluvios telúricos de es Vedrà en la soledad de los acantilados de Cala d´Hort. Hoy, esta actividad marginal ha evolucionado a un guirigay multitudinario que, a este paso, acabará eclipsando los crepúsculos ´marketinianos´ de ses Variades, aunque no haya bares.

No les hacen falta. La globalización del fenómeno trae aparejada la cultura del botellón y una cohorte de mercaderes de mojitos y otras sustancias fomentadoras del esparcimiento. El bucólico atardecer junto al peñasco, abreviando, ha transmutado en una parranda colectiva que incluye acampadas en zona virgen y la conversión del paraíso en estercolero.

Esta espiral imparable que está consumiendo a velocidad de vértigo hasta el último atisbo de singularidad pitiusa se reproduce en multitud de ejemplos. Uno de los más desmedidos es el de las tamboradas vespertinas y dominicales de Benirràs, que, durante toda la temporada, atraen a esta cala pintoresca y bellísima a un hormiguero interminable de turistas con orejeras. Hasta hace pocos años, ir a palpitar con el latido de djembes, congas y bougarabous, junto a los últimos hippies de la percusión, constituía un momento cuanto menos peculiar; otra pincelada de que Ibiza era un sitio diferente.

Hoy, por el contrario, la experiencia resulta más agobiante que plantar la toalla en la orilla de Benidorm, además de peligrosa. Los ibicencos no aprendemos y permitimos aglomeraciones propias de un concierto de Justin Bieber en calas de difícil acceso; verdaderas ratoneras en caso de catástrofe. Ahora vendría aquello de ´un día pasará algo y entonces verás´, pero es que Benirràs ya se prendió fuego y quiso la providencia y la dirección del viento que no acabara en una verdadera tragedia. No aprendemos?

En la paz del invierno es posible disfrutar de los atardeceres en Benirràs. Foto: Xescu Prats

Hace ya algunos años que aguardamos a que esta pseudo-tradición muera de éxito y saturación, pero no sólo no ocurre, sino que su poder de convocatoria se multiplica hasta alcanzar cotas delirantes. En Benirràs ya no queda un solo hippy aporreando el timbal. Allí sobre todo acuden aficionados a la percusión con sus instrumentos y los suficientes aderezos estéticos como para dar el pego. Cabe imaginar que de todo habrá en la viña del tambor: mecánicos, abogados, veterinarios y gentes de todo oficio que, el domingo, conducen hasta Benirràs para sentirse hippies por un día. Con los caminos colapsados por cientos o miles de coches -ya hemos perdido la cuenta- y rodeados por el asfixiante gentío, redoblan frente a un atardecer imaginario, pues el real queda oculto tras la marea humana. Y haciendo el agosto -aquí también-, cocteleros ambulantes, dispensadores de pastillas de colores y tiqueteros de la noche. La artificialidad más absoluta, disfrazada de comunión espiritual y colectiva con la naturaleza.

Llegará el día en que la tamborada reviente o se traslade a otro lugar con más aforo. A partir de entonces podremos volver a sentarnos en la orilla en silencio, contemplar cómo el sol desciende a un lado u otro del Cap Bernat, según avance el estío, e incluso fotografiar en soledad esos preciosos y rústicos refugios que hay a la derecha de la cala. Mientras tanto, seguiremos disfrutando de Benirràs y sus fantásticos atardeceres en la paz del invierno.

Xescu Prats es cofundador de www.ibiza5sentidos.es, portal que recopila los rincones de la isla más auténticos, vinculados al pasado y la tradición de Ibiza