Faltan aún quince minutos largos para que abra el recinto ferial pero ya hay decenas de niños formando cola frente a las puertas. Bueno, ellos no, sus padres. La mayoría de los pequeños andan a otras cosas. Unos juegan con la tablet recostados contra la fachada del edificio, otros compran chuches en el carrito instalado fuera, unos pocos intentan pillarse entre carreras y otras, sencillamente, parlotean y ensayan un saludo propio, ése que las identificará, quién sabe por cuánto tiempo, como amigas del alma. «¿Cuánto falta?», preguntan una y otra vez a sus sufridos progenitores. La respuesta evoluciona. «Quince minutos». «Nueve». «Ya sólo cuatro». «Ven, que parece que van a abrir».

Los pequeños entran en una tromba de energía que no tiene más remedio que frenar a apenas unos centímetros de su shangri-la de la diversión. Hay que pagar los dos euros que cuesta la entrada. Así que mientras sus resignados padres abonan los dos euros de la entrada, los niños se apresuran a quitarse los zapatos y, los que acumulan galones en esto del Diverespai, ponerse unos calcetines gordos por encima de los que ya llevan aptos para recoger pelusas y suciedad.

En la entrada esperan el conseller insular de Cultura, Deportes y Juventud, David Ribas, y el director insular de Deportes, Fernando Gómez, en quienes los pequeños ni reparan. Poseídos por la fiebre del inflable sólo ven ballenas por las que dejarse comer, puentes tibetanos en los que poner a prueba su vértigo, toboganes por los que tirarse en plancha, túneles de los que no saben si conseguirán salir...

Ribas explica que este año en el recinto hay 18 inflables y una veintena de talleres y actividades deportivas. Además, recuerda que este año la diversión durará un día más, ya que en lugar del 2 de enero abrirá hasta el 3 (de 10.30 a 14 horas y de 17 a 20.30) y hace hincapié en que mañana están previstas cuatro sesiones de iniciación al circo para toda la familia (11, 12,17.30 y 19.30 horas). «Hay alrededor de 70 personas trabajando, 54 monitores y el resto es personal del recinto y de emergencias», apunta el conseller.

Frente a él, el bar está ya casi completamente tomado por los adultos. Una de las madres se encuentra enfrascada en ´Rabos de lagartija´, de Juan Marsé. Lleva leídas alrededor de la mitad de sus casi 400 páginas, así que tiene para unas cuantas horas de lectura mientras los retoños de la familia gritan, saltan y ríen. Cerca de ella otra madre se dispone a empezar ´Manual para mujeres de la limpieza´, de Lucía Berlín, lo que le deja más de 400 páginas por delante, suficientes para que los niños se desfoguen antes de volver a casa para comer. Algunos padres rezongan al ver frustrados sus planes de desayunar en el recinto. No hay bebidas frías porque acaban de meterlas en la nevera ni pan hecho para las tostadas.

Tardes de «locura»

Cuando se le señala al conseller la estampa de los adultos condenados a las sillas durante horas, parece conmoverse: «La verdad es que habría que plantearse algo para que los padres estuvieran entretenidos y tuvieran más opciones que el bar». Y eso si encuentran sitio, porque los licenciados cum laude en Diverespai, como Lucía, advierten: «Ahora, por la mañana, se está bien, pero por la tarde no hay quien quepa en la cafetería».

Juan Antonio Cuesta, coordinador de los monitores y del Diverespai, confirma las palabras de Lucía: «Las mañanas son tranquilas, la gente aprovecha para hacer compras o se levanta tarde, pero por la tarde es la locura. Acaban de comer, piensan qué hacer y se vienen». Cuesta calcula que en esta edición pasarán por el recinto ferial alrededor de 12.000 niños, la mayoría de ellos acompañados por sus padres. El objetivo de los monitores es conseguir que ninguno de los pequeños sufra ningún daño y controlar que ninguno de los adultos se altere demasiado después de soportar colas. «Se hace pesado, a veces agota y les cambia el humor», comenta el responsable de los monitores antes de continuar con el repaso a todas las instalaciones. Por la experiencia de años anteriores el máximo problema acaban siendo algunas torceduras de tobillo debidas a un exceso de entusiasmo y energía a la hora de dejarse caer por los toboganes inflables.

En ello están Sonia y Lucía que, apenas media hora después de que se hayan abierto las puertas lucen ya la cara sudorosa. «Estamos esperando a nuestra amiga Elisa», comentan al salir de la enorme boca de un payaso de pvc. Más tranquilo está Marcos, de cinco años, que aguanta en silencio y sin mover ni una pestaña mientras en el taller de maquillaje le convierten en una réplica de spiderman. «Me ha dicho mi papá que así tendré más fuerza para los obstáculos», explica saliendo del taller, uno de los muchos que ya están en marcha para aquellos que prefieran estimular la creatividad antes que el riesgo. Los hay de galletas, donde tienen ya estrellas y corazones en el horno, de adornos navideños que los propios niños cuelgan en el árbol cuando los acaban y también para escribir la carta a los Reyes Magos con la ayuda, nada más y nada menos, que de una paje real, para garantizar que los deseos de los niños ibicencos llegan a Oriente.

Fuera, en la carpa, una de las monitoras respira aliviada cuando una niña decide enfundarse los guantes gigantes hinchables de boxeo e intentar derribar a su oponente. Ella lleva rato ya lanzando directos, jabs y crochets y apenas puede más. Resopla casi igual que los dos pequeños que, atados a una cuerda elástica, intentan alcanzar el testigo que les aleja la monitora. Y que los adolescentes y niños que juegan a fútbol, bádminton o básquet en la zona deportiva. Casi igual que Sonia y Lucía que, entre atracción y atracción, empuñan floretes imaginarios y juegan a «caballeras». Pero sólo hasta volver a desaparecer entre las fauces de la ballena.