Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo en la etimología del término ´Pitiüses´ y la posibilidad de que éste se traduzca como «islas de pinos», no cabe duda de que la abigarrada presencia de estos árboles constituye uno de nuestros mayores rasgos característicos. Lo primero que asombra al viajero que sobrevuela la isla por vez primera, más que las calas y los islotes, es la exuberancia de los bosques y el verdor fulgurante que irradian los montes, en contraste con la escasez de llanuras. I

biza y Formentera, en este sentido, parecen islas antagónicas.

Esta omnipresencia extrema se percibe hoy casi como una bendición. Aunque en Ibiza se incendie un monte, a los pocos años ya vuelve a estar cubierto por un manto de arbolillos jóvenes que pugnan para hacerse su lugar en el sol. A nuestros abuelos, sin embargo, los pinos les parecían poco menos que una plaga apocalíptica; una mutación maligna de la tierra que propagaba su semilla arruinando en un par de lustros lo que al hombre le había llevado siglos erigir.

El mío nunca consiguió asimilar la esterilidad de ese pulso continuado con la naturaleza. Aún siendo manco, andaba por los caminos de tierra agachándose a cada paso para retirar las piedras que estorbaban la circulación, arrojándolas a los arcenes. Era una labor titánica e interminable. Y le hervía la sangre cada vez que contemplaba cómo una antigua feixa se emboscaba. Por esa razón, para los ibicencos nacidos en los albores del siglo XX, el asfalto constituía la gran epopeya del hombre.

Nuestra realidad botánica de hoy se traduce en una densidad de pinos que es directamente proporcional al desarrollo turístico. Cuanto menos necesitamos del campo, más se propaga el verde. Sa Talaia de Sant Josep, el monte más elevado de la isla, con 476 metros de altitud, constituye el mejor observatorio de esta realidad.

Ibiza era antaño una isla definida por la miseria, que obligaba a los campesinos a explotar hasta el último palmo de tierra útil. Así, sustituyeron la piel de una isla de concavidades y convexidades por una orografía escalonada. Erigieron todos esos peldaños con rústicos muros de piedra seca, siguiendo la sabiduría y costumbres de los antiguos, y los elevaron hasta la cima de los montes. Salvo aquellos tramos que se reservaban para la producción de leña y carbón vegetal, cerros y laderas fueron quedando desabrigados. La pobreza es el mayor instrumento que se le concede al hombre para domar a la tierra.

Hoy, desde cualquier ángulo de la cima de sa Talaia, el paisaje constituye la mejor metáfora de la pasividad del ibicenco frente al libre albedrío de la naturaleza, y de cómo ésta vuelve a tomar el control al menor descuido. Sus cercanías conservan aún tramos trabajados y despejados, donde se divisan con nitidez las líneas asimétricas de los bancales y los campos roturados. Pero se alternan con una mayor superficie de parcelas emboscadas, con viejos muros derruidos por la incesante labor de zapa que ejecutan las raíces de los pinos.

En Indonesia existe una isla llamada Bali. Su superficie es aproximadamente diez veces la de Ibiza y está habitada por tres millones de personas. Su paisaje es eminentemente rural y conserva ciertos rasgos comunes con Ibiza. Es una isla de montes, que también se cultivan hasta la cima mediante bancales. Sin embargo, el clima monzónico les regala tanta agua que apenas dedican espacio al secano. Casi todos los campos son de regadío y están destinados mayoritariamente al arroz. Para ello, disponen de un sistema de canales que conducen el agua desde los manantiales hasta los arrozales. Se mantienen anegados durante ciclos de 210 días, hasta que llega el momento de la recolecta del cereal.

Cuando se tiene la oportunidad de contemplar toda aquella naturaleza domada, trabajada hasta el último recodo, resulta inevitable viajar con la memoria a esos tiempos en que los bancales ascendían y descendían de sa Talaia en todas direcciones. Era otra Ibiza con la que aún, desde la cúspide, nos atrevemos a soñar. ¿Por cuánto tiempo?