Los nazis consiguieron lo que pretendían con cientos de miles de personas: borrarlas no solo de la faz de la tierra sino también de la memoria. Muchos fueron asesinados y desaparecieron sin que nadie después pudiera reconocer su rostro en una vieja fotografía. Sin que nadie recordara su nombre. El oprobio estaba consumado: los asesinos lograban arrebatar a las víctimas hasta el consuelo de pervivir en los recuerdos de sus seres queridos, o de figurar siquiera como una pieza más dentro del puzle infinito del sufrimiento causado por el racismo genocida de Hitler y los suyos. Así ocurrió con buena parte de la familia Meir-Bacharach, alemanes judíos que fueron diezmados en los campos de concentración, en guetos; algunos lograron huir y abrirse camino con mucha dificultad y sufrimiento en otro país. Hasta que Arancha Gorostola conoció por casualidad a Siegfried Meir en 2008 en Ibiza, donde él vive desde finales de los sesenta y ella tiene un apartamento en Roca Llisa, donde viaja asiduamente desde 2006.

La abogada, documentalista e investigadora decidió devolver a aquel hombre de pelo blanco los años en los que su infancia transcurrió en el infierno de los campos nazis de Auschwitz y Mauthausen, y también los años anteriores, cuando aún era el niño regordete, de rizos rubios y mimado de una familia de Fráncfort. Años sumidos en una nebulosa, los de los campos de concentración; y los anteriores, años borrados. Meir ni siquiera sabía con qué edad le llevaron en tren con sus padres a Auschwitz desde su Fráncfort natal (fue en 1943, días antes de cumplir 9 años); ni cuánto tiempo estuvo allí, ni qué fue de su padre ni cuándo le llevaron hasta Mauthausen en una de las marchas de la muerte (llegó en febrero de 1945, y salió el día siguiente de su 11 cumpleaños, el 5 de mayo de 1945)... No tenía recuerdos de sus padres ni de su familia. No podía recordar el rostro de su madre.

Los nazis le arrancan del hogar con 9 años

Los nazis le habían arrancado de cuajo de su familia y su hogar con nueve años y, tras la liberación de Mauthausen, en 1945, inició una nueva vida de espaldas a la anterior: ni siquiera volvió a hablar alemán, su lengua materna. Tenía 11 años recién cumplidos y no sabía nada de sus posibles familiares; se agarró de la mano del preso republicano español que se había ocupado de él en Mauthausen, Saturnino Navazo, y le adoptó como padre. En todos los años transcurridos desde entonces nunca le ha interesado encontrar a sus familiares ni saber qué fue de ellos. Solo hay una excepción: su hermano mayor, Heinz (14 ó 15 años más mayor, hijo de la primera esposa de su padre), que se desvaneció antes de la guerra y cuyo rastro ni siquiera ha encontrado la tenaz Gorostola. Siegfried intentó buscarlo, pero era un niño y no sabía nada de él: ni su fecha ni lugar de nacimiento, el nombre de su madre, en qué trabajaba...

Gorostola dedica cuatro largos y agotadores años a reconstruir la historia de Meir, que finalmente será solo una pieza más dentro de una investigación que la lleva a otras muchas personas que durante décadas han permanecido olvidadas. Eliminadas por completo. Así, buscando en el archivo de Auschwitz, se encuentra con Jenni Bacharach, la madre de Siegfried, nacida en Alemania y que murió en Auschwitz de tifus en julio de 1943, a los 43 años. Y con Max Meir, su padre, rumano que emigró a Alemania muy joven, sastre, profundamente religioso, que también falleció en este campo de exterminio ese mismo año, a los 57 años, y del que su hijo ha renegado durante décadas. «¿De qué nos sirvió Dios? ¿Por qué no huimos cuando aún estábamos a tiempo?», se pregunta aún Siegfried, 82 años, ateo declarado, con resentimiento infantil. Con el rencor de un niño que cree que sus padres no le protegieron adecuadamente.

La investigadora Arancha Gorostola en su casa de Roca Llisa.

Una historia traspasada por la Shoah

«La historia familiar de Siegfried, como tantas otras, está traspasada por la Shoah en todas sus manifestaciones. Porque, con independencia de la complejidad del universo Auschwitz, hay una historia de la Shoah en el Este de Europa que aún es más desconocida para el gran público. Es la historia de los guetos, de las matanzas masivas a tiros, de los einsatzgruppen y de las aktions (esa especie de razias contemporáneas que difieren de las primigenias en su meticulosa planificación y ejecución y en el desmesurado número de personas asesinadas). La historia de los tíos y primos de Siegfried deportados a Izbica, en Polonia, y a Estonia. Y también hay una historia de niños escondidos y desarraigados que es bastante más dramática de lo que a primera vista pudiera parecer», explica Gorostola.

Esta familia judía es «normal, religiosa, trabajadora y apreciada en su comunidad de origen». Abuelos, hijos, tíos aparecen en las fotos familiares arreglados para la ocasión, como era costumbre; los rostros ya tienen nombre; gracias a Gorostola y a David Neudstaedter (primo de Siegfried) ya sabemos qué fue de ellos y el inmenso sufrimiento que les quedaba por padecer después de posar para el fotógrafo.

«En la familia materna había un poco de todo, y también un montón de muertos. Como la hermana de Lina [la abuela materna de Siegfried], Jettchen Gumpert, desaparecida en Auschwitz junto con toda su familia, previo paso por el campo de concentración de Theresienstadt», relata.

Muertos, desaparecidos, huidos

Algunas hermanas de Jenni lograron abandonar Alemania cuando aún fue posible: Gerta, Else y Hanna emigraron a EE UU; Frieda estuvo en otro campo de concentración, donde murió su marido; fue liberada en 1945 y repatriada a Bélgica, desde donde fue a EE UU. Los tíos Paula y Gustav (abuelos de David) y su hijo pequeño, Ernst, ya no lograron visado para ir a EEUU y fueron deportados en 1942 al gueto judío polaco de Izbica, donde desaparecieron. Su hijo mayor, Jack, logró salir de Alemania hacia EE UU en 1938; otro hijo, Siegfried (padre de David) pudo huir de Alemania hacia Suiza en 1939 en un kindertransport (evacuación de niños judíos). Tampoco tuvieron suerte el tío Levi y la tía Toni, a los que enviaron a Raasiku, en Estonia, a trabajar, junto a sus hijos Anita, Siegfried y Manfred.

Gorostola, junto con Ricardo Basterra, había dirigido el documental ´Visados para la libertad. Diplomáticos españoles ante el Holocausto´ (2008), que se enmarcaba dentro de la exposición itinerante del mismo título que se expuso, entre otros lugares, en la sede del Consejo de Europa, en Estrasburgo, y que estaba patrocinada por el Ministerio de Asuntos Exteriores y Casa Sefarad-Israel. En 2009, Gorostola y Basterra dirigieron el documental ´Conservar la memoria´, sobre el reencuentro de Alain de Toledo y Guillermo Rolland: el primero, hijo de judíos de origen español que salvaron su vida en la Francia ocupada por los nazis gracias al padre del segundo, que fue cónsul de España en París en 1940.

Conservar la memoria es para Gorostola un mandato moral. Para Meir, olvidar fue su forma de sobrevivir. «Tras haber escuchado ya el relato directo de algunas víctimas de la Shoah, sentía la necesidad personal de comprender mejor una realidad que intuía compleja. No tenía ninguna intención más allá de profundizar un poco más en la historia de la deportación desde un punto de vista humano», explica Gorostola. En un principio, su idea fue grabar un documental sobre la historia del niño Meir en los campos de concentración, en el que iba a colaborar el Instituto Francés de Madrid. Sin embargo, el proyecto se frustró porque la intervención de Meir en unas jornadas sobre genocidio en Madrid levantó algunas protestas porque la consideraron frívola.

La investigadora ofreció entonces su ayuda a Meir para escribir un libro y recomponer su historia familiar y su paso por los campos. Sin embargo, cada uno buscaba una cosa: ella, la verdad y la justicia, que pasaba por recuperar las figuras de los padres, en primer lugar, y después, las de los demás familiares eliminados u obligados a huir para salvar la vida. Meir quería un libro en el que tuviera mucho más peso su trayectoria vital, jalonada, según él, por sus éxitos empresariales en Ibiza (en restauración, en la moda Adlib, en tiendas...): siempre cuenta que ha tenido mucha suerte en la vida, una especie de estrella que le ha hecho diferente y le ha llevado a superar todos los obstáculos. Ni los nazis ni nadie han podido con él, viene a decir. Y en este camino, no ha necesitado a Dios para nada.

«El quería reivindicar que su vida había sido diferente, ´extraordinaria´ y ´única´ y yo quería profundizar en los sentimientos de una vida desgarrada, deshecha en pedazos, bastante similar en esencia a otros millones de vidas desgarradas», relata Gorostola. De este modo, la autora ideó una estructura para el libro con forma de diálogo, para «poner de manifiesto sus contradicciones y ayudarle en la medida de lo posible a reflexionar sobre ellas». En ese diálogo, el interlocutor es el padre ausente: Gorostola quiso recrear la relación paterno-filial que habría existido en la madurez en caso de que la Shoah no lo hubiera impedido.

El prólogo que nunca se publicó

La autora tenía previsto explicar estas reflexiones en un prólogo, en el que también quería agradecer la ayuda de muchas personas y archivos de Alemania, Francia, Bélgica y Polonia; especialmente la de David Neudstaedter, primo de Meir, que vive en Israel y que ha tratado, junto con su hermana, Judy Bitton, de reconstruir la tragedia familiar con mucho tesón y dificultades. David facilitó a Gorostola el «primer y fundamental dato para abordar la historia»: el árbol genealógico de la familia Bacharach, que había logrado armar tras años y años de búsqueda.

Además, David le mandó fotografías de la familia, entre ellas las dos únicas en las que aparece el pequeño Siegfried: en una, con varios familiares, y en otra, con su madre. Era la primera vez que Siegfried veía la imagen de su madre, cuyo rostro había olvidado hacía mucho tiempo. Tenía 75 años. Esas viejas fotos son lo poco que se pudo salvar de la destrucción de la familia: las llevó consigo Jack, el padre adolescente de David, como un tesoro cuando abandonó Alemania.

Para Gorostola, David fue un apoyo importantísimo en su investigación, también emocional, puesto que su labor topaba con el desinterés del propio Meir hacia la parte que concernía a su familia desaparecida. «El egoísmo y la falta de interés de Siegfried por todo lo que no fuera él mismo, incluido el destino de su familia, impulsaban a abandonar un trabajo que, desprovisto de cualquier ánimo de lucro o de notoriedad, resultaba notablemente árido», explica la autora. De hecho, Meir no quiso ni siquiera llamar a David cuando la investigadora le contó, emocionada y eufórica, que había encontrado a un primo hermano suyo en Israel que ardía en deseos por hablar con él. David también quería que Meir visitara a su tía materna Hanna, nonagenaria, que vivía en EE UU desde 1936 y quería volver a ver a Meir, pero este rehusó el reencuentro. Hanna murió en 2013.

En ese prólogo que nunca se publicó, Gorostola quería contar «qué pertenece a Siegfried y qué pertenece al relato compartido de muchas víctimas de diferentes procedencias sociales, religiosas, culturales y geográficas que comparten el denominador común de la judaicidad y la persecución». Es decir, el libro no recoge el testimonio de Meir: una parte sí, pero otra es una recreación (la que se refiere a los pensamientos infantiles del protagonista). Pero el libro se publicó mutilado (primero en francés y luego en castellano), con otro título, sin prólogo, sin las revisiones y correcciones que habría querido hacer Gorostola, sin que apareciera ella como autora (solo hay una nota de agradecimiento hacia ella), sin dar las gracias a quienes han colaborado, sin especificar las fuentes de la investigación... Las editoriales tampoco han pedido permiso a los archivos por usar los datos para un libro con ánimo de lucro, puesto que en estos casos, hay que advertirlo y pagar una tasa específica.

La familia Meir-Bacharach en una foto tomada hacia 1936. Archivo de David Neudstaedter

Cuando Gorostola terminó el libro, tras cuatro años de muchos sinsabores y con un alto coste personal, se lo entregó a Meir porque ese había sido su compromiso. Él buscó una editorial en Francia, negoció la publicación sin contar con Gorostola e incluso pretendió que ella firmara un escrito para renunciar a los derechos de autor. Ella se negó, en el que fue el último de sus desencuentros. No porque esperara ganar dinero con el libro, puesto que jamás fue esa su intención ya que su labor fue desinteresada desde el principio y la movió el deseo de ayudar a Meir a recuperar su memoria, sino porque no era justo. Así que la editorial francesa Éditions de Fallois publicó ´Ma résilience´ en 2013, y Ediciones B lo ha sacado en castellano este año con el título ´Mi resiliencia´ y como si fuera una autobiografía.

Las editoriales cambian el título

El título original era ´¿Te das cuenta? ¡Estamos aquí!´, una frase que de vez en cuando le decía Saturnino Navazo a su hijo adoptivo mirándole fijamente y que resume muy gráficamente la historia: estamos aquí pese a todo. Vivos. «Una frase que encierra en sí misma todo un universo, el de los que sobrevivieron y el de los que perecieron. Un ´nosotros´ que hermana las presencias y las ausencias en un sufrimiento compartido. Y que marca el comienzo y el fin del libro, permitiendo establecer un vínculo lejano entre dos formas de vida, dos experiencias diversas y dos padres muy diferentes, entre el agnosticismo de raíz cristiana de Navazo y el judaísmo de Max Meir», reflexiona la investigadora. ¿La razón del cambio? Que el original «no era comercial».

Meir no ha escrito ni una palabra del libro. Las editoriales no se pusieron en contacto con Gorostola, ni siquiera para pedir permiso para publicar la foto de la portada, la de Meir con su madre, y que es propiedad de David. De hecho, en la edición en francés han puesto ´derechos reservados´ y en la española ´copyright´, como si las editoriales tuvieran los derechos sobre la imagen para cuyo uso ni siquiera han solicitado permiso. Y un detalle que habla por sí solo: en ambas portadas sale la foto de Meir de pequeño, pero cortada, su madre no aparece (en la francesa está la imagen entera pero pequeña en la contraportada). «¿Dónde quedó aquello de ´fotografía cortesía de la familia€´, o aquello otro de ´archivo personal de€´?», lamenta la autora, que habría querido manifestar su profundo agradecimiento a David, que fue clave en su investigación.

El libro español también ha incluido el árbol genealógico que reconstruyó David, pero sin su permiso. Además de apropiarse de ese arduo trabajo hecho a lo largo de décadas, el árbol publicado incluye datos personales de personas que están vivas sin su consentimiento, lo que es una violación de su intimidad. «¿Es que por arte de magia se ha convertido en ´derecho reservado´ de alguien que no es su propietario y que puede comercializarlo como si nada? y ¿podría eventualmente su propietario moral y real incurrir en la violación de esos ´derechos de autor´ -«queda rigurosamente prohibida la reproducción...», advierte el libro- si utiliza públicamente lo que no es sino el fruto de un trabajo personal laborioso y no lucrativo y por tanto su propiedad moral?», se pregunta la investigadora.

Gorostola explica que cuando se solicita un documento oficial o una información a un registro o institución extranjeros, «se firma un papel en el que el solicitante se compromete a no utilizar esa información con fines comerciales y a citar en todo momento las fuentes originarias». En caso de querer hacer un uso comercial de los datos, hay que pedir una autorización específica y pagar por ello: «O dicho en castellano castizo, no se puede utilizar el trabajo ni la generosidad ajenos, cualquiera que sea su trasfondo, para obtener un beneficio económico propio. Pero España parece seguir siendo diferente en algunas cosas», ironiza.

Así, Meir tiene el libro que quería, el libro de su vida, en el que su familia no tiene cabida. Un libro que para Gorostola es un fraude porque está incompleto (y se omite información fundamental para que el lector pueda entender la historia) y porque no es una autobiografía, tal y como anuncia la edición castellana: la recreación del diálogo con el padre ausente incluye aspectos comunes a muchas historias de víctimas de la Shoah, pero no se trata de hechos vividos o pensamientos de Meir. Además, la copia publicada no es la definitiva que habría dado a la imprenta Gorostola, extremadamente meticulosa y perfeccionista.

Max Meir, mucho más que un nombre más

«El libro, cuya motivación inicial fue ayudar a Siegfried, se terminó únicamente como el intento de recuperar la historia de una familia y muy especialmente de rendir un homenaje implícito a Max Meir, ese hombre desconocido, tal vez anodino, que vivió con toda probabilidad una juventud difícil y trabajó duramente para labrar un futuro mejor para sí y para sus hijos. Un hombre que acabó muriendo solo en Auschwitz, fiel a su judaísmo, y que figura como un nombre más en la base de datos de Yad Vashem sin mayores precisiones, casi como una sombra», prosigue Gorostola. De hecho, su libro y su investigación sí sirvió para poner al Meir adulto frente a sus contradicciones y situarlo frente a su padre, y para que comprendiera mejor por qué fue imposible huir de los nazis en una época en la que Alemania era ya una gigantesca ratonera para los judíos: por qué es tan injusto culpar al padre de la desgracia del niño.

«Auschwitz no es una historia de heroísmo»

­La investigadora Arancha Gorostola explica que ha aprendido mucho tras los años que ha dedicado a investigar la Shoah y la historia de la familia Meir-Bacharach. Cuando acabó de escribir el libro sobre la vida de Siegfried Meir se encontró con que «había muchas más preguntas pendientes que al principio»: «Cuando encontraba una respuesta, surgían nuevas preguntas. Pero, sobre todo, he aprendido que no hay respuestas sencillas, la vida no es nunca en blanco y negro, y la historia de Auschwitz no es una historia de heroísmo y ni siquiera sé si es una historia de supervivencia. Lo único que he aprendido es que para entenderla hay que dejar a un lado nuestros criterios éticos occidentales, distanciarse un poco de los principios con los que nos hemos criado y tratar de analizarla asépticamente en su propia realidad», explica, en la línea que marcó Primo Levi en sus obras.

Gorostola no quiso nunca escribir una novela: «No se puede novelar, desde la comodidad de un sillón, una historia real mucho más complicada y dramática de lo que una novela permite transmitir. La dispersión [de los datos de la familia en el libro] tiene como única finalidad mostrar las dificultades, materiales y psicológicas, a las que se enfrenta la tercera generación cuando decide emprender el camino de la reconstrucción y de la memoria», explica la experta en la Shoah. Así es como van apareciendo los datos de los distintos miembros de la familia, «dispersos, poco a poco, y en ocasiones no aparecen nunca».