Cuando analizamos la vida que se hacía en la isla hasta los años cincuenta del siglo pasado, una de las cosas que más llama la atención es su ensimismamiento. Con el mar a sus pies en la bahía de la que hizo puerto y con los campos a un tiro de piedra en ses Feixes, el Pla de Vila y las tierras que hoy ocupa el Ensanche, sorprende que sus vecinos viviéramos en un marcado aislamiento. Si las casas en el medio rural eran, por su dispersión, islas dentro de la isla, también la ciudad era una isla. En el sentido de que para nosotros, los vecinos de Vila, el medio rural, a pesar de su inmediatez, era un mundo prácticamente desconocido que sólo nos llegaba en la indumentaria tradicional que todavía vestían los payeses que bajaban a Vila, en los carros y las acémilas que todas las mañanas procesionaban por las calles de la Marina, en los frutos y las hortalizas del Mercado y en los ‘camiones’, carruajes motorizados y renqueantes que una vez al día unían los pueblos -no todos- con la ciudad y lo mismo transportaban viajeros que cargaban gallinas, bidones de leche y sacos de patatas. El campo nos era hasta tal punto desconocido que la mayoría de nosotros no había estado nunca, pongo por caso, en Sant Mateu, Santa Agnès o Sant Carles. Y el mar, que tan familiar nos era en los muelles y en un horizonte que era siempre marino, nos resultaba igualmente desconocido, de manera que sólo sabíamos de él por la Pescadería y por el barco-correo del que esperábamos sus arribadas como un verdadero acontecimiento. Si la geografía interior de la isla era un mundo aparte para los vecinos de la ciudad, el mar nos era también ajeno hasta el punto de que no descubrimos las playas hasta que empezaron a frecuentarlas los turistas.

La distancia entre el punto más alejado de la isla y la ciudad era corta, pero la separación entre uno y otro mundo, entre el campo y la ciudad, más que física, era psicológica. No se medía en kilómetros, estaba en la cultura, en las costumbres y en las formas de vida que eran absolutamente distintas. El campo y la ciudad eran dos mundos inmediatos pero dispares y antagónicos en muchos aspectos. Era una escisión, por otra parte, secular, que venía de muy atrás, como demuestran hechos de la historia local que, en ocasiones, tuvieron una gravedad extrema. Basta recordar la revolución campesina de 1689. Y, las quejas que en la «Exposición de los payeses al Rey», en 1690, advierten a la Corona de la miseria, el abandono y la explotación que sufren las gentes del campo por parte de los propietarios rurales que viven en la ciudad, y los insoportables impuestos que les imponen las autoridades. Hoy sorprende, por ejemplo, que los payeses tuvieran que abastecer a la ciudad, de forma obligada y con un precio fijo irrisorio, de agua, leña y carbón. Como sorprende saber que el prior del convento de los dominicos, en un documento hecho para los Jurados de la isla -‘Informe Económico y Político de Ibiza’- se atreviera a culpar de todos los males de la isla a los payeses, a los que reprocha que se nieguen a «servir a la ciudad», que, según el fraile, era una costumbre inmemorial.

Esta desavenencia, lejos de ser circunstancial, se mantiene en el tiempo, y el hambre del campo provoca la revuelta de sus gentes contra la ciudad en 1749 y en 1824, cuando los payeses llegan hasta las puertas de Vila, que se arma contra ellos en ‘milicias urbanas’ a las que se suman 300 soldados que llegan desde Mallorca y la dotación de un barco de la Armada fondeado en el puerto. Y no mucho después, en 1832, el miedo a que las insurgencias se generen desde dentro hace que un buen número de campesinos que vivían en la ciudad sean expulsados al campo.

Tensión en la vida diaria

Obviamente, esta insoportable situación se manifiesta en la vida diaria y tiene reflejo incluso en las canciones que se cantaban en el campo y que, si hoy nos divierten por su tono satírico, en aquellos tiempos eran una crítica feroz contra la ciudad: Sa nostra ciutat d’Eivissa / és una ciutat reial, / que tot temps s’hi crien figues / sense haver-hi figueral. / Hi ha molts de pois i xinxes / i és això molt natural. / És ciutat molt adornada / de ministres i fiscals. / Jutges i governadors, / n’hi ha per cada portal. / Fiscals i procuradors, / n’hi ‘via una sala plena; / s’altra dia en vaig contar / més, crec, d’una corentena; / si perdessen es parlar, / pagaria una novena, / que no poguessen contar / tota sa nostra moneda. / Llavò sí que la viuríem / alegres com a germans!

Afortunadamente, aquella separación entre la ciudad y el campo es historia. Y es ahora, paradójicamente, a pesar del uniformismo que difumina lo propio y secular, cuando más y mejor conocemos el campo y el vivir de sus gentes. Hemos recuperado músicas, bailes, rondallas, canciones y artesanías. Y podemos llegar, en un decir amén, al último rincón de la isla. En este sentido, no es todo negativo en la deriva que hoy tiene la vida que hacemos. De aquella extrema precariedad y del aislamiento del vivir antiguo en el medio rural hoy no nos acordamos, pero nadie puede negar que hoy vive mejor y con más comodidades un ciudadano común que un rey en los tiempos idos. Es cierto que no hemos sabido gestionar el cambio que ha experimentado la isla y que hemos cometido muchos errores, pero no es menos cierto que hemos puesto en valor un patrimonio al que no prestábamos atención. Superada aquella secular desafección entre la ciudad y el campo, la cuestión, hoy, está en ver si somos capaces de conseguir que este espacio nuestro, pequeño y frágil, siga siendo habitable.