La enfermera de triaje entra y sale de su consulta. Mira a los pacientes que, a primera hora de la mañana de un fin de semana, no son muchos. Apenas cuatro. Dos de ellos se retuercen del dolor. Hace rato, sobre las ocho de la mañana, casi dos horas antes, los vio a todos. Hizo una primera valoración de lo que tenían, pero ningún médico ha salido para llamarles. Consciente de la desesperación de los enfermos intenta que algún facultativo los vea, aunque sólo sea para darles analgésicos hasta que pueda atenderlos de verdad, pero la respuesta es siempre la misma: «No hay ninguno libre». Sale varias veces, mira con cara de circunstancias a los pacientes y sus familiares, encoge los hombros, vuelve a pedir médicos. Nada. Es lo único que puede hacer, todos los usuarios pendientes han pasado ya por el triaje.

Son casi las diez cuando dos de los pacientes prácticamente se desmayan del dolor. La enfermera está convencida de que sufren un cólico nefrítico. Pasean, golpean las paredes para mitigar el dolor. Llevan desde poco después de las siete de la mañana en Urgencias. Tres horas aguantando. Ante el riesgo de que se desvanezcan los colocan en unas camillas en el pasillo por el que entran los pacientes que llegan en ambulancia.

En ese mismo pasillo duerme una turista británica. Tiene la camiseta manchada de sangre, igual que el brazo en el que le han cogido la vía. A su lado, sentada en la camilla, su amiga, preocupada. «Drogas», apunta cuando se le pregunta qué le pasa.

Espacio «mal diseñado»

Son más de las diez cuando uno de los médicos de guardia pasa por ahí. Se sorprende de ver tanto paciente en el pasillo, pregunta qué pasa y, al cabo de un rato, aparece un facultativo presto a suministrar calmantes. Uno de los enfermos está, tras más de tres horas aguantando el dolor, en cuclillas, llorando. El personal del servicio se lamenta ante los enfermos. Son pocos médicos, no dan abasto, no pueden atender a todos los pacientes y, además, el espacio de Urgencias en el nuevo hospital lo complica todo mucho porque no permite hacerse una idea general de cómo esta el servicio en un vistazo. El entramado de pasillos, que giran varias veces sobre sí mismos, obliga a recorrer todo el espacio para saber cuántos pacientes hay en el servicio. Puede pasar más de una hora sin que nadie se acerque, por ejemplo, al pasillo con camillas.

Las turistas británicas están preocupadas. Su vuelo sale en unas horas y aún tienen que pasar por el hotel a recoger su equipaje. La paciente ya se ha despertado y aguanta el sermón de su amiga. Ambas preguntan varias veces si pueden marcharse. Las respuestas que reciben son, por este orden: «No os entiendo», «no sé qué decís, ahora busco a alguien» y «no hablo inglés». Finalmente es uno de los otros pacientes del pasillo quien les indica, en su idioma, que acudan a la recepción de Urgencias y pidan el alta voluntaria.

Cuando, al cabo de más de media hora, viene un médico con los papeles para que los rellenen, tampoco consiguen entenderse. El mismo paciente, ya tranquilo porque le han hecho efecto los calmantes, interviene, pero el médico le contesta de malas maneras que se calle, que ya se aclara. El enfermo calla, pero veinte minutos después el mismo médico regresa y comprueba, enfadado, que los papeles no se han rellenado como toca. Echa la culpa a las turistas de no entenderle cuando había sido él quien, en un pésimo inglés, se lo había explicado todo al revés.

Pasan de las doce del mediodía cuando las turistas abandonan Urgencias. Los otros dos pacientes continúan en las camillas. Son casi la una cuando, tras comprobar los análisis y hacerles una radiografía, reciben también el alta. Uno de ellos se ha negado a orinar en la cuña que el personal de Enfermería se ofrecía a ponerle. Necesitaban hacerle un análisis de orina y querían evitar que caminara por el pasillo, medio zombi y con la vía y las bolsas de los calmantes y el suero. Se ha negado. La auxiliar lo entiende. Le pide mil disculpas por la «falta de intimidad». Están en un pasillo por el que constantemente pasa gente y no hay biombos.

Médicos «impotentes»

En la sala de espera, en esos momentos, hay una quincena de personas. Los médicos resoplan. Siguen sin poder con todo el trabajo. Uno de ellos explica que se siente «impotente» cuando ve a los enfermos aguardando durante horas. Otro de los facultativos reconoce que, además de médicos, falta organización. Todos confían en que la nueva jefa de Urgencias, María Ángeles Leciñena «ponga fin» al caos que viven desde hace más de un año. «Lo ideal sería poder tirar paredes y replantear el espacio», indica.

La falta de profesionales no se da únicamente en fin de semana. El lunes, a las cuatro de la tarde en la sala de espera había pacientes que llevaban cinco horas esperando que les viera un médico, según denunciaron. «El personal sanitario estaba tan desbordado que una de las doctoras ha salido con un taco de hojas, diciendo que esos eran todos los pacientes aún por ver y que los que no necesitaran una prueba, que se fueran a los servicios de Urgencias de los centros de salud», indica el familiar de un paciente que llegó antes de las once de la mañana y al que atendieron casi a las cuatro y media de la tarde.

Estos usuarios explican que incluso enviaron al ambulatorio, después de una primera cura, a una mujer que llegó con un corte y llena de sangre. La saturación era tal que el personal del servicio tardó más de veinte minutos en poder devolver al 061 la camilla en la que habían llevado a un paciente al hospital Can Misses y una mujer estuvo horas intentando saber a dónde se habían llevado a su marido, enfermo del corazón.