Al acabar mayo, los payeses afilaban las hoces y siguiendo un viejo refrán -«pel juny, la falç al puny»- segaban las mieses y trajinaban el trigo que para entonces ya era de oro. Hoy la vida es distinta, hemos perdido la memoria de la tierra y pocos recuerdan los nombres de árboles, plantas, pájaros y flores. Las costumbres del viejo mundo hoy son sólo arqueología, caso de la importancia que le dábamos al pan, a las espigas que constituían la ofrenda más preciada que el hombre podía hacer a los dioses. La eucaristía cristiana recoge aquellas arcaicas liturgias en las que el pan tuvo un sentido memorial, no muy distinto del que hoy repite el sacerdote de nuestras iglesias. Recuerdo que, cuando yo era niño, el pan era sagrado, le hacíamos una cruz en la corteza antes de partirlo, si se nos caía al suelo le dábamos un beso al recogerlo en señal de respeto y, por supuesto, nadie perdía un mendrugo. El pan duro se guardaba y con él se hacía la sufrida sopa de rosegons y la festiva greixonera. El pan llegó a tener un simbolismo ceremonial, como sucedía el primer día del año, cuando el payés daba un trozo de pan a su caballería para agradecerle sus servicios y, sobre todo, cuando verbalizaba su teológico papel con frases como ésta: «Aquest pa que ara jo menjo, no és per fam ni per talent; és perquè si en ve mort sobtada, pugui ser el meu sagrament».

En el solsticio de junio la primavera completaba su curso y descansaba la tierra. Fuera por eso o por la seguridad y alegría que daban las cosechas, aquellos eran días festivos, de juegos, músicas y danzas, un riquísimo legado heredado de ritos paganos que después asimiló nuestra cultura. La noche de San Juan, todavía hoy, incluso en la ciudad, es una fiesta ígnea y acuática ligada a los elementos esenciales de la vida, el agua y el fuego. Para la chiquillería de aquellos años, el verano llegaba precisamente con los primeros baños y con las hogueras de San Juan. Adornábamos la calle con banderolas, farolillos, cintas de colores y enramadas de palmons, murta y baladre que colgábamos en las fachadas y entre los balcones.

Saltar las brasas

Todavía recuerdo los gritos que dábamos para animarnos al saltar las brasas de las hogueras y la escapada que al amanecer hacíamos hasta el faro de Botafoc, para zambullirnos en el mar cuando un sol líquido y enorme asomaba su bola de fuego en el horizonte. Entonces no lo sabíamos, pero algo de iniciático tenía aquel acto. La fogata que hacía cada barriada de Vila culminaba un ritual que empezaba mucho antes, cuando, acabado el curso escolar, los chicos pasábamos por las casas -hi ha res per Sant Joan?- para recoger cualquier cosa que alimentara la hoguera: maderos, zapatos viejos, ropa desahuciada, sillas desfondadas y cartones. En la calle Azara llegamos a quemar un colchón desventrado y, vergüenza me da decirlo, también viejos libros. No todos los que nos daban, porque el lego de Sant Elm nos dijo que era un sacrilegio quemar misales y devocionarios. En cualquier caso, aquellas fogatas creaban una verdadera competencia entre la chiquillería de los barrios y nosotros, en la calle del Obispo Azara, nos enfrentábamos a las hogueras que se hacían en el Parque, sa Penya y la Bomba.

Teníamos, sin embargo, cierta ventaja, porque conseguíamos el mejor combustible con las pilas de papel que nos proporcionaba el Diario de Ibiza, que entonces estaba en Azara. Y nos quedaba el recurso de rapiñar troncos en el depósito de leña que can Vadell tenía cubierto con una lona en el callejón de la muralla, en la trasera del horno.

En el campo, paradójicamente, a principios de los años 60, aquella costumbre de las fogatas se había perdido. Aunque un payés de Santa Eulària recuerda todavía un ritual que supongo muy antiguo: «davant de les cases es solien fer nou foguerons, el homes disparaven trabucs fent s´esbarrejada´ i els més joves saltaven sobre les flames per allunyar els mals averanys». El mismo payés explica que «les cendres dels focs eren un bon remei contra els polls, les xinxes, les berrugues i les malures de la pell; barrejades amb alls aixafats i macerats amb escorça de pi verd, feien miracles amb la sarna i amb pels de cua de gos preservaven del tètan i la ràbia; però les qualitats curatives de la cendra dels foguerons no eren res comparades amb les virtuts de les herbes guaridores, l´orenga, el marduix i l´alfàbrega que es coien la nit de Sant Joan.

L´herba de Santa Maria era molt bona per al mal de queixal i els flemons; la cua de cavall o herba de torrent, per als ronyons; amb l´espígol i el romaní es feien infusions per als budells, tant del personal com del bestiar; i la més curativa i delicada era l´herba des fameliar que neix i mor en un instant i que s´havia d´agafar al bell punt de la mitjanit, gairebé al vol, com qui captura un petit follet al pou o a la riera». Hacíamos las hogueras de San Juan tan grandes como podíamos y, en nuestro barrio, durante muchos años, nos identificábamos con la enhiesta y larga vara de la atzavara vera, la pita o agave que en Ibiza llamamos pitrera y que plantábamos en medio de la pira como espantall o bubota. En los últimos años de mi niñez, el consistorio de Vila decidió que las hogueras se celebrasen a ´la valenciana´ y de mi último San Juan recuerdo tres soberbias carabelas que hicieron mestres d´aixa de sa Riba y que, expuestas en sa Drassaneta, por el mérito de su factura, fueron indultadas.

Aquel año, en Azara, un albañil nos hizo un tranvía de yeso y reprodujimos, con latas, barro y cartones, las fachadas de la calle, pero no merecimos ningún premio. En aquellas hogueras de San Juan no sólo quemamos algunos libros escolares y libretas de deberes, sino muchos sueños, algunas esperanzas y también nuestra infancia.