La cubierta del ´Hermanos Ros´ parece un campo de batalla al amanecer. La jornada acabó el día anterior demasiado tarde, a las 20 horas, como para que Antonio Torres Sala (43 años), el patrón, y Antón Neira (27 años) la despejaran de las rocas y cascarilla que halaron en las redes de trasmallo con las que capturan las codiciadas langostas pitiusas, las Palinurus elephas, mucho más sabrosas y cotizadas que la blanca, la Palinurus mauritanicus. Acabaron agotados tras trabajar intensamente, sin descanso, desde las seis de la mañana. Y hoy vuelta a empezar. En cuanto Antón recoge un par de cubos de hielo (a las 5.45 horas) de la cofradía, el ´Hermanos Ros´, de casi 12 metros de eslora, enfila la proa desde el puerto de Sant Antoni hacia es Vedrà y es Vedranell, donde al atardecer caló las finas redes en las que quedan enganchados desde roges (cabrachos) a sepias y corbinas... y más de una sorpresa, amén de las inevitables medusas.

Rendido, Neira echa una cabezada mientras Torres dirige la barcaza hacia los islotes. Les quedan dos horas hasta llegar al destino. Aprovechan cualquier minuto para recuperar fuerzas. Los hooligans que de noche recorren las calles de Sant Antoni cantando y dando alaridos botella en mano, sin que nadie les llame la atención en ese Far West, más que el West End, tampoco dejaron a Neira pegar ojo, como a ningún vecino. Tras fumarse un pitillo, sobre la cubierta improvisa una cama con un colchón de cuero sintético sucio y un respaldo no más limpio que le sirve de almohadón. El motor, en vez de impedirle el sueño, le arrulla.

Una corriente que dura dos meses

A cinco nudos, otros años no tardaban tanto en alcanzar es Vedrà. Este, asegura el patrón, llevan dos meses seguidos con mucha corriente en contra, algo inusual (lo normal eran dos días seguidos, no más), que, para colmo, carga con cascarilla los trasmallos de la langosta. Puede ser desesperante, dicen, subir tanta roca, tanto peso, destrozar las rocas a mazazos, para que luego no haya un solo crustáceo enredado. Para pillarse un mosqueo considerable. El día anterior no se les dio mal, pero acabaron extenuados. No hay un solo espacio de la cubierta donde no se pisen restos de aquella batalla, una más de las que Toni Torres acumula desde 1992, cuando tras acabar la mili empezó a acompañar a su padre, José, en estas faenas. Le viene de casta, pues José comenzó con una barca de arrastre que compró en los años 70 en Formentera, para luego probar suerte en la pesca de tierra con artes menores.

No se para ni para comer. Foto: J.M.L.R.

En invierno tiene más tiempo para estar con su familia, sobre todo cuando vara el ´Hermanos Ros´ para dejarlo como una patena, introducir algún nuevo gadget y darle una nueva capa de pintura. Pero ahora y hasta septiembre, las jornadas se alargan hasta 14 horas e incluso trabajan domingos y fiestas de guardar. Hay que aprovechar cada minuto de la temporada de la langosta, la más rentable. Los restaurantes de la isla se las quitan de las manos, especialmente desde que en 2015 se marcaran con bridas para distinguir las ibicencas del resto. Con ese invento, idea del Consell y de las cofradías, se cotizan al alza. ¿Y la familia, cómo aguanta este trajín? «Tienen que entenderlo», comenta Torres mientras da una profunda calada a un cigarrillo dentro de la estrecha cabina en la que, vestido a lo capitán Pescanova, mantiene firme el timón.

El sol pega fuerte desde las nueve de la mañana. En breves días desplegarán un toldo para no cocerse. El año pasado fue terrible. Ni con toldo. Antón, asturiano que llegó hace año y medio a la isla y que nunca había pescado ni una merluza (aunque se acostumbró rápido, asegura su patrón), perdió 10 kilos durante el agobiante verano. Hubo días en los que la insolación fue tan elevada que no tuvieron más remedio que regresar a puerto antes de lo previsto, lo nunca visto. Este año ya apunta maneras.

De las seis tiras que halan entre es Vedrà y es Vedranell, pierden una, justo la que tendieron en una fosa que nunca antes habían probado. Torres suele ir siempre a los mismos caladeros, los que le enseñó su padre. Tiene aún una libreta donde José apuntó cómo guiarse para encontrar cada uno, marcas que da la impresión que solo un pescador sabe identificar, tanto los de aquí como los asturianos pixuetos de Cudillero. El trabajo es duro, mucho: hay que extraer poco a poco la red, evitar que la máquina de halar aplaste peces y sepias al subirlos desde proa, desenredar cada pieza (una labor de chinos), limpiar cada trasmallo y, más tarde, volver a calarlos. Solo en la pesca de tierra (junto a la costa) se les va toda la mañana.

Hay que tener cuidado con los afilados dientes de las morenas. Foto: J.M.L.R.

Un tenedor para morenas

Pronto queda claro para qué sirve un tenedor que han colgado, junto a dos cuchillos, en la popa: para desenredar las morenas. Torres teme a estos escurridizos anguiliformes, que sueltan bocados al menor descuido. Quedaron aprisionadas en las redes con sendos cabrachos en sus fauces. Las roges sirven de cebo en este caso. Las hileras de finos pero afilados y grandes dientes han traicionado a las morenas: mordieron a su presa, pero a la vez quedaron enredadas fatalmente. Una mide más de un metro. Para liberarla, nada mejor que el tenedor. Toni sabe cómo coger cada bicho para no dañarse ni con las espinas ni con las fauces ni con apéndices venenosos. Una técnica para cada uno. Y eso no se aprende en una academia.

Del trasmallo extraen trozos de pulpos masticados por morenas, cabrachos devorados parcialmente por pulpos, ermitaños que vacían los ojos de sargos y un montón de medusas. A la pescadería solo llegan los peces impolutos, los coloridos ministres (los llaman así porque están gordos y sirven para poco). Ni rastro de lo que aflora en la fina red, que se antoja una mínima parte de la carnicería que debe producirse abajo, a 50 metros de profundidad, donde despliegan de nuevo la tupida malla a ralentí y a lo largo de una pared de es Vedranell que cae a plomo en una fosa.

Junto a la seca

Aún quedan por recoger los trasmallos de las langostas, calados a unos 70 metros de profundidad (las Palinurus mauritanicus están 50 metros más abajo) al norte de es Vedrà, cuyo penacho cubre una nube. Aguardan cerca de una peligrosa seca que emerge con cada ola y a la que Antón no pierde ojo. Toca ir a proa y limpiar a mazazos las redes, cargadas de rocas. De vez en cuando hay enganchada una langosta: en la primera tanda salen seis llenas y dos vacías. Sobre cubierta reposa el caparazón de una que encontraron el día anterior totalmente vacía, hueca. Se la zamparon los puu, las pulgas de mar. En cuanto encuentran un hueco, se meten y crían. Algunas langostas están parcialmente devoradas, inservibles para su venta. Llegan junto a nacras y pequeñas estrellas rojas (que devuelven al mar) y unos cabrachos enormes, mayores que los que pescan a las faldas de es Vedrà.

Llevan dos meses seguidos con mucha corriente en contra. Foto: J.M.L.R.

Para que no pierdan una sola pata, para que estos decápodos lleguen a los restaurantes y pescaderías completos, paran la maquinilla de halar en cuanto divisan uno enganchado. Desenredarlos es aún más complicado que en el caso de las morenas. Pero armados de paciencia consiguen lo que a simple vista parece imposible y cualquiera habría solucionado echando mano de unas tijeras.

Lluvia de rocas en cubierta

Una alfombra de cascarillas, rocas y restos del fondo marino llena de nuevo la cubierta, donde yace una raya que servirá de carnada cuando vuelvan a calar ese trasmallo. A mazazos, Antón convierte los duros conglomerados en papilla. Al extraer la segunda red vuelan los trozos por la proa, una lluvia de meteoritos marinos tapizados con coral y diminutas estrellas, pero ni una langosta, ni siquiera vacía.

Esta vez empujados por la corriente, tardan en regresar a Sant Antoni 15 minutos menos que a la ida. Toni aprovecha para echarse una larga siesta, aunque antes ha despejado, junto a Antón, de cascarillas la cubierta. Arriban a puerto a las 17 horas, pero aún les queda otra para llevar la pesca a la lonja. Han sido doce horas de trabajo, duro e intenso, sin parar. Ni siquiera pararon para comer. De vez en cuando daban un bocado a un queso asturiano o a un bocata de chorizo de venado que Antón trajo de su tierra. Y luego nos quejamos del precio del pescado o de la langosta.