El mundo se ve de una manera muy diferente a través de los ojos de un geólogo, por ejemplo el Pla de Corona. Ni almendros en flor ni un paisaje bucólico: un geólogo entra allí en éxtasis porque está ante uno de los poljé (una depresión que se produce en un macizo de roca kárstica, de grandes dimensiones, a modo de valle y rodeado por elevaciones montañosas) más importantes que hay en el planeta. «Es espectacular. Ibiza es conocida geológicamente en el resto del mundo por sus poljé, por este y por el del Pla d´Aubarca, no por ninguna otra cuestión», subrayó ayer Luis Alberto Tostón, geólogo y profesor del instituto Sa Blanca Dona. «Son de libro, con su fondo plano, rodeados de alturas, rellenos de arcilla roja (de varios metros) procedente de la descalcificación kárstica», comentó emocionado mientras recorría la zona junto a los también geólogos Sunna Farriol y Enrique Torres, y el biólogo Xavi Guasch (profesor del instituto Isidor Macabich), que hicieron de guías de campo en la cuarta edición del Geolodía, en la que participaron casi 200 personas (como el pasado año) y tres perros.

Que se llame Corona no es casual: «El poljé está rodeado de un anillo de elevaciones. Dieron en el clavo cuando le pusieron ese nombre», señaló Tostón. Ese poljé es, probablemente y según explicó Sunna Farriol, la suma de un conjunto de dolinas (cavidad a la que se colapsa el techo y que suele medir metros o a lo sumo un kilómetro). El agua recorre ese poljé, pero no en forma de río sino, como resumió Farriol, por el interior, infiltrada por las canalizaciones abiertas en la roca caliza hasta que drena por la parte occidental del Pla, un broll que, canalizado, riega los Corrals d´en Guillem: «¿Por qué había allí un asentamiento? Está claro, porque les llegaba el agua», dijo Tostón. Según el geólogo, existía otra fuente, pero o bien ha sido tapada por la arcilla o no sale ya ni una gota por allí porque cada vez hay menos agua. Con el poljé al fondo, Torres indicó que «antiguamente era una zona inundable», ahora menos porque «llueve poco». La mayor parte del agua iba a parar a ses Basses (otra vez, la clavaron con el nombre), donde hay dos simas. «Ahora es un lugar estructurado, domesticado por el hombre, que primero ocupó los bordes de la zona oriental, que era la menos inundable», añadió Torres.

Entorno privilegiado para aves

Hasta hace 5.000 años, antes de la llegada del ser humano, «era un entorno privilegiado para las aves», comentó Enrique Torres, que al pie de l´Avenc des Pouàs, situado en ese poljé, afirmó que el águila marina era «el superpredador de Ibiza en esa época». No había animal más grande que él. Sus restos fueron encontrados en la sima (una trampa para los animales) junto a otros 120.000 huesos, entre ellos los de ocas (de las que el águila solía alimentarse), avutardas (aves de hasta 14 kilos), grullas, córvidos, virots y paseriformes como el gorrión alpino y el escribano nival, dos pajarillos que actualmente se concentran en las zonas árticas, lo que da una idea de la temperatura que hacía por entonces, «al final de una época glacial». También hallaron pequeños restos de Rallus eivicensis, ave solo encontrada en ese paraje y ya desaparecida. Y no detectaron ni un solo hueso de mamíferos de gran tamaño, aunque sí de una tortuga: por entonces solo había aves, lagartijas y murciélagos (seis tipos). Las ratas, las ginetas, los perros y los gatos llegaron con el hombre: fue el fin de los rallus, que apenas podían volar (no tenían depredador terrestre), y de los virots que habitaban en el interior de la isla, desplazados desde entonces a los islotes y acantilados inaccesibles.

La sima des Pouàs tenía inicialmente una profundidad de ocho metros, «pero los propietarios del lugar comenzaron a excavar para montar allí un bar o una discoteca» y llegaron hasta los 19 metros (tiene siete de diámetro). Se cargaron así «un importante yacimiento prepúnico», aunque también es posible que «fuera expoliado». El vaciado fue brutal, sin contemplaciones, incluso con dinamita. El paso al avenc está cerrado por una puerta y rodeado por alambre que se sujeta, entre otros pilares, por uno de los colosales espeleotemas (una especie de estalactita que a modo de columna había en la cavidad interior) que fueron destruidos para abrir espacio. Una excavación científica posterior encontró allí algunos de los restos más importantes del pasado biológico de Ibiza.

«Aquí pasó algo raro»

La visita concluyó en sa Punta Esbarrada, desde donde se contempla el lío tectónico de sa Punta des Castellar, frente al islote de ses Margalides, donde hay una gigantesca falla que, desde lo alto del acantilado (a 260 metros de altura) y hasta el mar, separa materiales de 120 millones de años (rojizos, del Cretácico inferior) de otros de 150 millones de años (grises, del Jurásico superior): «Aquí pasó algo muy raro», soltó, enigmático, Guasch, un brusco plegamiento que posiblemente fue consecuencia «de un fenómeno astronómico como un cambio de eje o una oscilación de órbita».

Aunque el auditorio estaba compuesto por 200 personas y el tema era denso, el silencio era absoluto cuando hablaban los monitores, quizás porque, como otros años, fueron capaces de convertir la geología en una ciencia apasionante. Ni los perros ladraban.