En cuanto los estertores de la motocicleta del pescador interrumpen los graznidos de las gaviotas desde la lejanía, los niños saltan raudos fuera de la piscina. Ni siquiera cogen las toallas que aguardan encima de las tumbonas de teca recién barnizada. Se apostan tras la verja del jardín, sobre el impecable césped, con las melenas rubias empapadas, y esperan tiritando el interminable minuto que tarda en aparecer el abuelo por el fondo del callejón. Mientras se les aproxima, le escrutan con tanta concentración y recelo como si hubiese descendido del cielo en un platillo volante.

El viejo, como todos los días de mar calma, ha sorteado por una esquina la barrera del puesto de control de acceso a la urbanización. Nunca espera a que el vigilante le abra. Ni siquiera cruza con él una mirada, aunque luego siente una brizna de culpabilidad. No es más que un mandado, pero puede más el orgullo. Aunque el obstáculo se alce para todo el que lo pida, a él se le antoja un grotesco símbolo de colonización fuera de lugar, en un camino por el que ha deambulado toda la vida, como antaño su padre y el padre de su padre.

Mientras desciende por el laberinto de chalets y observa esas terrazas que sobresalen por precipicios de arcilla, desafiando la naturaleza, cavila en la estupidez humana. Por fin alcanza la plazoleta y estaciona su decrépita Mobilette entre relucientes deportivos y todoterrenos. Como casi todos los días de verano, los niños aguardan tras la cancela, pero él hace como si no les viera. Eleva la moto sobre el caballete, agarra el saco del cajón de plástico que hay atado tras el sillín y enfila hacia el acantilado.

Los niños le contemplan ojipláticos mientras avanza: camisa remendada, cinturón cuarteado, bragueta medio abierta, gorra con lamparones, rostro ajado, barba canosa y abandonada, cejas espesas y despeinadas... En cuanto llega a su altura, arroja el saco, gira de golpe hacia ellos, contrae sus manos nervudas en forma de garras y suelta un bufido felino. Huyen despavoridos, como siempre, y le provocan la primera sonrisa del día, aunque ellos no lo sepan.

Su rostro esboza la segunda en mitad del desfiladero, cuando los fastuosos chalets han desaparecido a su espalda y ya se vislumbran los llaüts fondeados a la salida de la cala, al pie de la mole del Cap Llentrisca. Entonces las rodillas dejan de castigarle y el reuma de los hombros se esfuma. Hoy hay una pareja de virots que se zambullen entre la posidonia cercana a la orilla. Crece con tanto vigor que en algunos tramos sobresale medio palmo del mar. No ha visto nada igual en ninguna otra parte, aunque su universo es más bien reducido: es Cubells, Sant Josep, Vila cuando toca médico y poco más.

Este año los temporales del invierno han arrastrado arena y el verdor oscuro de la posidonia se alterna con luminosos trazos de color turquesa, formando una costa atigrada. Tras ella, la empinada orilla de cantos rodados, una veintena de casetas de pescadores y un monte emboscado y abrupto. Su aislamiento, a diferencia de la mayor parte de los rincones de este tramo costero, lo ha mantenido en un estado virgen.

El viejo unta de sebo las muescas de los travesaños de sabina del varadero, sobre las que el llaüt se desliza hasta el agua. Se las apaña solo. Ya a bordo, prepara las poteras para el calamar. Atardece cuando pone el motor en marcha. La fiabilidad de su ronroneo le arranca la tercera sonrisa de la jornada. La última sólo se producirá si el dios de la pesca reparte fortuna. Cuatro más que las que se dibujan en sus labios los días en que arrecia la tempestad, cuando él y su artrosis sólo pueden enclaustrarse en casa hasta que amaina.