El viajero que llega a la isla y no se conforma con la tópica oferta de sol y playa, suele sorprenderle la singularidad de nuestra arquitectura rural que, por su arcaica simplicidad, puede pensar que proviene de la Ibiza árabe o de tiempos incluso anteriores, una impresión que en términos absolutos no se puede ratificar sin matizaciones. Disponemos de los sesudos y apasionados análisis de Blakstad en ´La casa ibicenca´, de los sugestivos y poéticos trabajos de Philippe Rotthier en ´Ibiza, le Palais paysan´ y en ´Maisons sur l´Ile d´Ibiza´, tenemos los ajustados comentarios de Josep Lluís Sert en ´Ibiza, fuerte y luminosa´, los extraordinarios cuadernos del TEHP, ´Taller de Estudios del Hábitat de las Pitiusas´ y, por supuesto, contamos con numerosos textos dispersos que van desde Le Corbusier a Hausmann y Broner.

Pero en todos los casos sucede, cuando al hablar de nuestra arquitectura intentamos ir más allá de lo que en ella vemos, que nos perdemos en conjeturas y en tiempos a los que no nos alcanza la memoria. Hay quien ve en nuestra edilicia trazas mesopotámicas y egipcias, quien busca en ella signos púnicos, quien insiste en la huella árabe y en la correspondencia de nuestras casas con las que encontramos, por ejemplo, en el Atlas marroquí o en la tunecina isla de Djerba; y habrá quien diga, con razón, que en nuestras casas y en nuestras iglesias alguna aportación significativa tiene que haber de los payeses que las construyeron. Lo más probable es que todas estas opiniones tengan su parte de verdad, pero no toda la verdad que, a ciencia cierta y por el momento, no conocemos. Tal vez sea menos aventurado y más verosímil ver nuestra arquitectura como una realidad poliédrica, concurrente, de sedimentación, de muchas herencias. Lo que no es decir gran cosa, porque el problema sigue siendo identificarlas. Y no es menos problemática su datación cuando la documentación que rara vez existe y la memoria de nuestros mayores se quedan cortas, razón de que, a partir de aquí, se construyan hipótesis para todos los gustos.

Podríamos decir, por ejemplo, que si se han conservado muchísimos tramos de las murallas de Madina Yabisha, es igualmente posible que en algunas casas payesas encontremos muros que sumen 500 o más años. Y más aún, podríamos incluso decir que alguna casa puede esconder en sus paredes maestras, tras su enjalbiego, ortostatos como los del sepulcro megalítico de ca na Costa. No podemos descartarlo cuando nuestra arqueología no deja de darnos sorpresas.

En todo caso, para aproximarnos a la datación de nuestras casas más antiguas pueden ayudarnos algunas consideraciones. Basta revisar algunos elementos arquitectónicos -hornos abovedados, camarines o capelletes que cubren fuentes y pozos, norias, portals de feixes, etc- o repasar las numerosas alquerías de Xarch, Benizamid, Portumany y Algarb que Marí Cardona rescata en ´La conquista catalana de 1235´, para constatar que los árabes ya tenían totalmente colonizada nuestra geografía interior y que, en consecuencia, los conquistadores catalanes ocuparían aquellas casas rurales -a nadie se le pasaría por la cabeza desaprovecharlas- sin importarle su tipología que, ciertamente, sería muy distinta a la de las casas que habían habitado en sus tierras de origen. Dicho esto, ¿cabe la posibilidad de que se conserve alguna de aquellas casas que encontraron a su llegada los conquistadores catalanes? Es tan poco probable como imposible que no se haya preservado parte de ellas o algunos de sus elementos. Sea como fuere, aquí se nos plantea otro enigma.

Población rural

Comprobamos que a mediados del siglo XIV ya existen algunas capillas en la ruralía que luego son iglesias -Santa Eulària, Sant Antoni, Sant Jordi y Sant Miquel en Ibiza y sa Tanca Vella en Formentera-, lo que implica que la población rural era significativa y justificaba su construcción.

Una población rural que siguió creciendo, como lo demuestra el hecho de que a partir del siglo XVIII tienen que construirse muchos otros templos: Santa Agnès, Sant Josep, Sant Rafel, Sant Mateu, Santa Gertrudis, Sant Carles, Sant Llorenç, Sant Francesc de Paula, Nostra Senyora del Pilar y Sant Francesc Xavier. Y de aquí se sigue el enigma que anunciábamos y que hasta el momento no ha encontrado respuesta. Podemos comprender, como hemos dicho, que los pobladores catalanes de las primeras oleadas -finales del siglo XIII, XIV y XV- se conformaran con ocupar las casas que ya existían en el medio rural, pero lo que no sabemos es por qué en las casas que construyeron en los tiempos que siguieron, hasta inicios del siglo pasado, mantuvieron las pautas de la casa tradicional y, cosa realmente extraña, no tuvieran la tentación de erigir sus casas como las que habían habitado en Girona o Tarragona.

Podríamos decir que la primera población cristiana aprovechó como mano de obra -y por lo tanto sus pautas- de los árabes que quedaron atrapados en la isla, pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué mantuvieron, tiempo después, prácticamente hasta nuestros días, los antiguos parámetros constructivos?

Otra respuesta para salir del paso sería decir que aceptaron la tipología de casa ibicenca porque en todo momento fueron conscientes de sus cualidades, de su perfecta adaptación a la climatología y orografía de la isla, etc.

Pero la respuesta no nos sirve, porque tales condiciones son similares a las del levante peninsular. También se dice que se prefirió el techo plano porque recoge bien la lluvia, pero ¿no la recoge igual o mejor el techo a dos aguas? Y me hablan asimismo del grosor de los muros, pero ¿no es el que ya tiene la masía catalana? Y así podríamos seguir. Lo que está claro es que, después del 1235 y hasta casi ayer, el payés ha construido sus casas siguiendo la tipología que encontraron en la isla, sin que sepamos por qué no la hicieron, repito, con los parámetros que traían de sus lugares de origen al llegar a la isla.