De aquellos establecimientos nos quedan aún algunos como el Marisol, el Montesol, el Pereira, el Peixet, la Estrella, el Maravillas y el Pou. Muchos otros como el Alhambra, el bar Añón o Can Domingo, el Noguera, los Caracoles, el Ribereño y el Pitiuso, Los Pasajeros, el bar Garroves, el Rubió y el Metropol, han desaparecido. Como desapareció en los 60 el entrañable y extraño quiosco que estuvo sobre Vara de Rey, frente al Hotel Montesol, todo él de madera, de insólita planta pentagonal, acristalado de cintura para arriba y con un curioso remate de sombrero chino que le daba un aire de pagoda, de templete, pabellón o merendero-cenador. Servía, sobre todo, cervezas y refrescos y era de los pocos establecimientos de Vila que sabían lo que era la zarzaparrilla, un brebaje oscuro y dulzón que se servía frío y que, con una punta de gas, hubiera podido desbancar a la Coca-Cola.

En algunas festividades, engalanada su terraza con banderolas y bombillas de colores, un acordeón daba juego para que algunas parejas bailaran valses y pasodobles. Con los tangos, el personal se retraía y se quedaba sentado. Y hubo también algún otro quiosco mínimo y circunstancial como la caseta de quita y pon que estuvo algunos años en los muelles, junto al obelisco dedicado a los corsarios ibicencos y que, si mal no recuerdo, estaba especializado en vinos y tapas de jamón y patatas bravas.

La perspectiva que da el tiempo pasado, más de medio siglo, invita a recordar la atmósfera fascinante y distinta que en ellos creaba una parroquia de toda la vida. En las tascas y cafés de los Andenes recalaban las gentes del mar y la feligresía que oficiaba en el puerto, marineros, pescadores, carabineros, mozos de cuerda, también los costaleros que cargaban y descargaban los motoveleros que hacían el cabotaje entre la Península y las islas. Algunos de estos cafetines tenían una función específica validada por su ubicación y la costumbre. El bar Garroves, por ejemplo, situado frente al muelle que quedaba entre el Martillo y la Escollera -el 'Muro' para nosotros-, era el espacio que utilizaban en su amarre los correos de la Trasmediterránea, circunstancia que, mientras los buques permanecían atracados, daba al establecimiento una especial animación.

Bar Alhambra. Foto: Hernz Vontin

Los pasajeros que llegaban llenaban enseguida su pequeña terraza que estaba entoldada en verano y su tubular interior en los inviernos, pero, en todo caso, siempre para desayunar el preceptivo café con leche y ensaimada. Y es que entonces los barcos de pasaje hacían la travesía de noche y llegaban de madrugada. En aquellos momentos en los que sólo se oía el estertóreo ronquido de la cafetera y el tintineo de las cucharillas, la atmósfera del pequeño bar se caldeaba con las conversaciones, los humos del tabaco y las consumiciones que expandían un dulzón que alimentaba.

Bar Garroves

En el bar Garroves recalaban también los camareros de los barcos que en un rincón o en el extremo final de la barra que tenía discreta salida trasera a Cipriano Garijo, hacían indisimulados trapicheos con los cartones de Marlboro, Winston, Chesterfield o Camel, labores de importación que entonces eran contrabando, pero que, en pequeñas cantidades y en un casi doméstico mercadeo que sólo buscaba un sobresueldo, no llamaba la atención de los carabineros que, honestos y comprensivos, miraban hacia otro lado. El bar Pou, en cambio, en el muelle interior o de poniente que en el codo del puerto utilizaban los motoveleros, exponía muy temprano una pizarra con los barcos que, por entrar o salir aquel día, precisaban mano de obra.

Era un aviso necesario para quienes acudían cada día a los muelles en busca del cotidiano jornal. Un empleado de las distintas navieras pasaba por el bar y hacía las contrataciones en una mesa, confeccionando la pequeña lista con los que se apuntaban a determinada carga o descarga. Aquel mismo pizarrón, los domingos, cuando había fútbol, anunciaba el partido que se retransmitía después por una enorme Telefunken y el resignado silencio de los días laborables se transformaba en una festiva algarabía.

El Ribereño y el Pitiuso, en cambio, eran como dos vagones de tren en vía muerta. Si cierro los ojos, todavía puedo ver sus mesas de marmolina, sus estufas de hierro colado y sus petromares marineros, los mismos que utilizaban las barcas para pescar calamares con sus camisolas de insólita y fría luminiscencia. Más que locales de tránsito, el Ribereño y el Pitiuso funcionaban como refugio para quienes tenían que pasar, por oficio, horas en los muelles. Como una pequeña caja de zapatos, el Pitiuso estaba junto a la Plaza de la Tertulia y tenía más vida diurna que el Ribereño que, en su anclaje frente al barrio de la Bomba, se animaba al atardecer y en las noches cerradas de invierno, cuando se jugaban partidas infinitas de dominó mientras en los muelles la humedad alcanzaba todos los rincones y dejaba las losas como si hubiera llovido.

Dentro de la ciudad, teníamos otras formas de bares y cafés. Los que estaban en la calle de las farmacias, camino del Mercado, -caso del Rubió, el Metropol y el Maravillas-, tenían una clientela variopinta porque a los parroquianos del barrio se sumaban los payeses que proveían a la plaza de frutas y verduras y que, cumplida la venta y los recados que traían cuando bajaban a Vila, se tomaban un suïsser o un palo que les alegraba el regreso en un bendito duermevela que no precisaba controlar las riendas porque la caballería que tiraba del carro conocía el camino mejor que su amo.

Y luego estaban los bares que, en la calles Ramón Tur y Comte de Rosselló, quedaban donde paraban los 'camiones', nombre que dábamos a los destartalados auto-carros que cubrían el servicio diario entre los pueblos y la ciudad.

Cualquiera de sus mesas, en el Marisol, el Añón o el Pereira, servía de taquilla para vender los billetes y era común ver en los rincones sacos de patatas, jaulas con conejos y gallinas, todo lo que los payeses trajinaban en su cotidiano mercadeo urbano y que, en el último momento, el chófer amarraba sobre la baca del destartalado camión y, si convenía, en la misma cabina, haciendo sitio entre los pies de los pasajeros. Finalmente, eran dos bares especiales el Pereira y el Alhambra porque, comunicados con el Teatro Pereira y el Cine Serra, mientras se proyectaba el insufrible NO-DO entre sesiones que eran siempre dobles, eran asaltados por el personal que se fumaba un cigarro, se tomaba un tentempié o compraba cacahuetes. Y mientras el Alhambra tenía al fondo una gran sala con dos mesas de billar, el Pereira ofrecía una discreta trastienda de tres o cuatro habitaciones donde los amigos de la baraja se jugaban los cuartos y, en algunos casos, también las fincas.