Las dificultades y los enfrentamientos entre los vecinos no han sido anomalías en la historia de la construcción de las iglesias pitiusas, pero nada comparado con las vicisitudes que corrió la parroquia de Sant Agustí, que provocaron verdaderos quebraderos de cabeza a los tres primeros obispos de la isla, uno detrás de otro, y que incluso acabaron con el ingreso en prisión de muchos de los trabajadores de la obra. Hasta su abogado terminó entre rejas. La primera piedra se puso el 2 de abril de 1788, pero en un lugar distinto al que hoy ocupa el edificio.

Todo comenzó en 1785, cuando el primer obispo, Manuel Abad y Lasierra, firmó el decreto por el cual se levantaron las nuevas parroquias de la isla en aquellos lugares más alejados de las ya existentes. Sant Agustí, lo que entonces venía a ser es Vedrà des Ribas, fue uno de los lugares escogidos y los vecinos se aprestaron a dar su opinión sobre el lugar adecuado para edificar su templo. Tras decantarse el obispo por Can Pere Rafal, en la vénda de Dellà Torrent, comenzaron los problemas, porque los vecinos de Sant Josep y Sant Antoni que debían colaborar en los trabajos, de la misma forma que los de Sant Agustí participaran otrora al levantar las iglesias de esos dos pueblos, se negaron a trabajar en el proyecto.

Según explica Joan Marí Cardona al tratar sobre esta parroquia en su libro 'Portmany', detrás de tal amotinamiento general se encontraba el sector crítico del vecindario: «Está claro que esta negativa no había aparecido espontáneamente, y que con toda seguridad era movida por aquella parte de los de Sant Agustí que no querían que su templo se construyese en Can Pere Rafal».

Recuerda Marí Cardona que el decreto general de institución de las parroquias incluye una cédula que instituye como norma la antigua costumbre de que en las obras de una nueva iglesia deben participar los mismos que han de servirse de ella, y si toda la comarca ayudó a levantar las capillas de Portmany anteriores a 1785, también debía hacerlo con la de Sant Agustí. De esta forma, obispo, rectores, alcalde, gobernador e ingeniero disponían de un listado de feligreses con los que había que contar para levantar el edificio.

Ya entrado el siglo XIX, aún no habían acabado las obras de la iglesia. Foto: Joan Costa

Trabajadores encarcelados

El boicot tuvo consecuencias y todos cuantos se negaban a trabajar fueron trasladados a la prisión de Vila, de donde salían cada día para ir a trabajar a las obras del hospicio. El abogado que buscaron para salir del atolladero, Francesc Tur Damià, apeló a las necesidades económicas de los prisioneros, que no podían permitirse trabajar en la inclusa, donde no cobraban los jornales con los que debían mantener a sus familias. Ante tal argumento, el gobernador liberó a los trabajadores, pero Damià, no contento con tal resultado, acudió a la Audiencia para quejarse del trato recibido por sus representados. Mala idea, porque el tribunal pidió explicaciones al gobernador y éste, resentido, acusó al abogado de ser prácticamente el instigador de toda revuelta que se producía en la isla y de ponerse al frente de cualquier movimiento contrario a la edificación de nuevas parroquias.

Damià fue embarcado a Mallorca, encerrado y condenado al exilio. El Consejo Real, sin embargo, consiguió sacarlo de la cárcel por considerar que no le habían permitido defenderse adecuadamente. Mientras el abogado recorría su propio calvario, aquí resumido, el 2 de abril de 1788 se ponía la primera piedra de la iglesia de la polémica. La resistencia de los trabajadores insurrectos había menguado, pero un grupo de vecinos seguía oponiéndose a la ubicación escogida y Sant Agustí se convirtió así en el primer problema con el que se encontró el nuevo obispo, Eustaquio de Azara, que, con la primera piedra ya puesta, decidió estudiar el problema sobre el terreno. De esta forma, llegó a la conclusión de que el mejor lugar era la cima en la que hoy, finalmente, se encuentra el templo. Los planos de esta iglesia, que aún se conservan, datan de febrero de 1791, están diseñados por el ingeniero Pedro Grolliez y muestran un porxo en la fachada que nunca se construyó, probablemente por falta de dinero.

Zanjada la cuestión más peliaguda, lo cierto es que los problemas no acabaron aquí, ya que dos de las familias de la zona se enfrentaron entonces por conseguir que la casa de Dios se levantara en su propio terreno. Por fortuna, las dos haciendas, Can Curt y Can Berri, eran colindantes y el conflicto pudo solucionarse construyendo el edificio en el centro, entre dos tierras. La fachada, además, mira hacia el Norte, una rareza en las parroquias pitiusas, porque los señores del pueblo se empeñaron en que mirara hacia sus casas.

Ya entrado el siglo XIX, aún no habían acabado las obras y un tercer obispo, Climent Locer, tuvo que vérselas también con los feligreses de Sant Agustí des Vedrà, que tampoco se mostraban conformes con las aportaciones vecinales para las obras; aunque los templos pertenecen hoy a la Iglesia, lo cierto es que no los pagó precisamente el Vaticano, sino que fueron pagados y levantados por el pueblo.

En el año 1809, según la información recogida por Joan Marí Cardona, el obispo, entonces ya Blas Jacobo Beltrán, entregó un sagrario nuevo a la iglesia. Y como en esa aportación del archivo diocesano nada se dice ya de las obras y sus múltiples contratiempos, se da por hecho que el templo estaba ya listo entonces. En los 50 se construyeron varias capillas a lo largo de la nave central y de la imagen del santo titular de la parroquia. Y en los 60 hubo que añadir tirantes en el techo y reforzar los contrafuertes exteriores porque el muro de Poniente, la fachada sin encalar, se escoró peligrosamente, consecuencia de haber edificado entre dos terrenos de distinta consistencia por el capricho de los señores del pueblo.