Cuando pienso en la babel de usos que tuvo el edificio, entiendo que nos dejara imborrables recuerdos. En el antiguo convento dominico estaba el instituto de Santa María, una escuela, el Ayuntamiento, el archivo municipal, la correspondiente iglesia con las dependencias que ocupaban los campaneros y el hogar de don Bartomeu, sochantre y organista catedralicio con voz de tinaja que, sin ser cura, vistió siempre sotana. El edificio albergaba también la cárcel de hombres y la de mujeres, la Sala de Vistas o de juicios que había sido refectorio y luego fue Sala Capitular del Consistorio, así como un pequeño local en el atrio de entrada que entonces quedaba a cielo abierto, debajo de la prisión de mujeres donde las alumnas del Instituto, mientras a nosotros nos adoctrinaba don Jesús Núñez Pérez en la ´Formación del Espíritu Nacional´, aprendían ´corte y confección de una matrona que a los chicos, con razonables motivos, nos tenía manía. Hoy, más de medio siglo después, retengo aquellos recuerdos perfectamente sedimentados y compartimentados en los espacios y tiempos en que se dieron algunos hechos.

Junto a la memoria de la Escuela que nos preparaba para ingresar en el Instituto, están los recuerdos del instituto, los recreos, las escapadas al Soto por el túnel que atraviesa la muralla, los ejercicios espirituales con sus prédicas tremebundas, las confesiones en la capilla del Roser con un cura que por su sordera acumulaba clientela pero que, por lo que pudiera ser, cargaba la mano en las penitencias -siempre rosarios- que, para más inri, debíamos rezar en la capilla del Santo Cristo del Cementerio, un lugar tenebroso que no nos gustaba nada.

De la Escuela Preparatoria recuerdo a don Joan des Sereno, maestro tan duro como eficaz que nos mantenía a raya con una vara de sabina, la palmeta Margalida que nos sacudía las palmas de las manos y, si la barrabasada lo merecía, los dedos arracimados en una piña. Este último viaje no tenía truco paliativo, pero sí lo tuvo el flagelo sobre la mano abierta que, para minimizar el golpe, frotábamos con ajo. Y más de una vez, frente a un problema aparentemente irresoluble en la pizarra, dábamos con el melón en ella por el pescozón que don Juan nos arreaba.

Maestro de broncas y capones, todo en su justa medida y a su tiempo, don Juan era de la vieja escuela que proclamaba aquello de que «la letra con sangre entra´ y que ´quien más te quiere te hará llorar´. Pero don Juan, en el fondo, era un sentimental y cuando creía que no le veíamos reía nuestras picardías. Y a pesar de los merecidos sopapos que urbi et orbe impartía, un excelente profesor que consiguió desasnarnos y que pasáramos sin problemas la prueba de ingreso en el Instituto. Otros recuerdos de aquellos días son las carreras y gritos del recreo junto al Mirador, en la Ronda Fratín y en el baluarte de Santa Llúcia donde las vecinas del barrio, junto a las troneras, se sentaban todas las mañanas a coser y chismorrear. Y luego estaban los novillos o saleres, las huidas al Soto y la bajada al mar para ver cómo saltaba desde una peña el jefe de s´Arany, Tarzán local que se bañaba todo el año, aunque, tiempo después, lo dobló el reuma. Las anécdotas del instituto serían la historia de nunca acabar. Recuerdo las magistrales lecciones de Historia del Arte que nos daba con diapositivas don Manuel Sorà Bonet. Y las más libertarias de su hijo, don Gabriel Sorà Torres. Y los latines de don Vicent Palau, pulcro y circunspecto, que siempre caminaba con marciales zancadas por el pasillo del aula. Peor lo tenía don José María Prats con sus algebraicas ecuaciones, que no nos entraban en la cabeza.

El laboratorio, en cambio, fue una fiesta de incontrolables alborotos que aprovechábamos para mezclar productos que hicieran humo, provocaran mal olor y cancelaran la clase. Don Vicente Bufí, el ´reverendo´, nos hablaba de Babel, el Diluvio, las plagas de Egipto y Sodoma, historias de las que extraía con calzador lecciones ejemplarizantes, pero que, paradójicamente, nos dibujaron a un Dios con cierta mala leche. Con don José Zornoza dibujábamos del natural y a don Mariano Tur de Montis lo amargábamos escondiéndole el sombrero. Don Pedro Guirao no consiguió que congeniáramos con Aristóteles y don Jeroni Roig Benimelis nos descolocaba cuando se sacaba su ojo de cristal y lo limpiaba con un pañuelo.

Conferenciar en Ebusus

Y no me olvido de don Antonio Tormo García, que creó la tuna y nos trajo a Gerardo Diego y al bruto de Cela, don Camilo, que escandalizó a no pocas señoras al conferenciar en Ebusus. Y me acuerdo también de la doña que nos impartía Ciencias Naturales y de cuyo nombre no quiero acordarme, señora de buen ver y carnes prietas que por la elevación de la tarima nos regalaba -quiero pensar que sin querer- por debajo de la mesa, el magnífico paisaje de su oscura entrepierna.

Otro capítulo escabroso fueron nuestras relaciones con los presos, pues algunas aulas daban al claustro mayor a donde también asomaban las celdas de los hombres que nos pedían bocadillos y tabaco. Con las mujeres tuvimos menos contacto, porque su encierro daba a la entrada del Instituto por un mínimo ventanuco por el que con aire ausente se asomaban. Sólo recuerdo el revuelo que durante unos días armó una mujer que soltaba palabrotas y que había machacado con un martillo el cráneo de su esposo porque le negó dinero para comprar huevos. Decían que la buena mujer le sacó los hígados y se los guisó en una sartén. Acabó en un manicomio de Mallorca y, la verdad, yo nunca me creí lo de los hígados fritos.

Un último pasatiempo de aquellos años fue colarnos en los juicios de la Sala de Vistas, donde el letrado malagueño Souviron Moreno, don Luis, ampuloso y de gongórico verbo, mantenía tan filípicos y prosopopéyicos enfrentamientos con Juanito Tur de Montis, Valldeneu, que daban ganas de aplaudirle.