Para nosotros, los alumnos del Santa María, la chuleta era el mejor salvavidas para superar cualquier examen escrito en el que tuviéramos cantado el naufragio, fuese porque la prueba nos llegaba a contrapelo o por su intrínseca dificultad. Sólo los listillos y memoriones afrontaban los exámenes a pelo y, para fastidiarnos, sacaban buena nota. Ignoro de dónde viene el nombre de ´chuleta´, tal vez de ´chulo´, por el descaro de copiar en las narices de los profesores que, mientras nos examinaban, paseaba fiscalizadores por el pasillo del aula. Algunos hacían la vista gorda en su vigilancia, siempre que fuésemos discretos y no nos pasáramos en el fusilamiento que nos recuperaba la obtusa cronología de los reyes godos, las valencias de los elementos atómicos o algunas fórmulas algebraicas alambicadas. Puede que aquella tolerancia se apoyara en la creencia -pienso que justificada- de que el laborioso trabajo de hacer una chuleta también era, aunque fuese heterodoxa, una voluntariosa y efectiva forma de estudiar.

Y es que hacer buenas chuletas no era moco de pavo. No digo que fueran obras de arte, pero tenían un mérito incuestionable. Para empezar, uno tenía que ser exigente al elegir el papel que debía cumplir dos condiciones, ser fino para que ocupara el mínimo lugar y, sobre todo, satinado, pues era imprescindible que resbalara con facilidad sobre sí mismo. Este deslizamiento era el quid de la cuestión al asegurar su preciso funcionamiento. En otro caso, si el papel no rodaba al manipularlo, copiar era imposible y un seguro fracaso. Pero, entremos en harina y veamos cómo se elaboraba la chuleta. Una vez elegido el papel, tamaño folio, se cortaba en tiras longitudinales de unos 4 centímetros de anchura, medida que permitía esconderlo en el puño de la mano izquierda, si el alumno era diestro, y de la derecha si era zurdo. Lo verdaderamente importante era seleccionar su contenido, una operación que exigía varias lecturas de la materia de examen y, hecha la criba, hacer por orden las anotaciones de forma encriptada y sucinta en la tira de papel, con letra infinitesimal y tan clara caligrafía como fuera posible. Acordarse del orden en el que se habían hecho las anotaciones era importante para saber en qué punto aproximado de la tira de papel estaba la información que necesitábamos. Para cada examen hacíamos las chuletas necesarias, 3 o 4. Y era asimismo imprescindible recordar el contenido de cada una y dónde la llevábamos escondida, porque si era arriesgado sacarla del bolsillo, equivocarse de chuleta era una muerte anunciada.

En el puño de la mano

Una vez que uno tenía escritas las tiras de papel que la ocasión exigía, las liábamos con sumo cuidado. Enrollábamos un extremo de la tira hasta la mitad y hacia dentro para que lo escrito quedaba hacia fuera, a la vista, y luego enrollábamos la otra mitad en sentido contrario. Así resultaba un doble rodillo que atábamos con hilo blanco y que, al moverlo con los dedos índice y pulgar, se desplazaba sobre sí mismo y nos descubría las distintas secciones de la tira de papel. Pero disponer de aquel valioso artefacto no era todo. Había que tener muy en cuenta nuestra situación en el aula, pues era muy distinto estar en un rincón o en el pasillo. Los que ocupaban los últimos pupitres tenían la ventaja de ver dónde estaba el profesor, mientras que los alumnos de los primeros bancos se la jugaban pues siempre lo tenían a su espalda, una situación comprometida que les obligaba a forzar el oído para ubicarlo por sus pasos. Fuera como fuese, teníamos 5 reglas estrictas: 1) no sacar la chuleta si no era absolutamente necesario. 2) Asegurarnos de que, al hacerlo, el profesor no nos veía y, en todo caso, sacar la chuleta con un pañuelo que utilizábamos para sonarnos en falso los mocos. (Excuso decir que, cuando llegaban los exámenes, todos andábamos constipados). 3) Había que tener la chuleta escondida en el puño de la mano, pero sin cerrarlo demasiado para que el profesor no sospechara que el cuerpo del delito estaba en él. 4) En su momento, hacíamos rodar el rollo para localizar la información anhelada. 5) Y finalmente, localizado y copiado el apunte, convenía esconder la chuleta para evitar que nos pillaran con las manos en la masa. Otros sistemas de copia eran las notas en las muñecas que quedaban ocultas por las mangas de camisas y jerseys, pero esta estratagema sólo valía para fórmulas y mínimos apuntes. Las chicas tenían la ventaja de utilizar sus muslos como soporte o el dobladillo de sus faldas, intimidad que los profesores no se atrevían a fiscalizar.

Les bastaba subirse mínimamente el vestido para dejar a la vista un universo de conocimientos. Lo peor de los exámenes era tener de vecino a los graciosos y memos de la clase que, sabiéndose suspendidos, jeringaban a sus compañeros con sus bromas o exigiendo que les pasáramos las respuestas que no tenían. Agustín Romero Marín, por ejemplo, en un examen de Literatura que nos hizo don Antonio Tormo García, fue pillado in fraganti cuando le pasaba a un vecino un papelito que interceptó don Antonio, que enrojeció al leerlo y le sacó del aula. Nuestro amigo nos confesó después que en aquella nota había escrito unos hormonales versos de Espronceda: «Me agradan las queridas / tendidas en los lechos, / sin chales en los pechos / y flojo el cinturón, / mostrando sus encantos, / sin orden el cabello, / al aire el muslo bello€/ ¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!». El hecho de que la cita fuese de un poeta y el examen de literatura, no salvó al bueno de Agustín de una expulsión que le duró una semana.