La Biblioteca fue una institución determinante para varias generaciones y una tabla de salvación para quienes entonces éramos niños o adolescentes, un ámbito separado del trajín callejero que contrastaba con la cotidianidad ensimismada de una pequeña ciudad rural y marinera, además de funcionar como una ventana por la que nos asomábamos al mundo. La Biblioteca imponía respeto, circunspección y civilidad, no sólo por el cálido abrazo de los libros ordenados en sus anaqueles, sino, sobre todo, porque tenía el silencio de las iglesias. Doña Regina, bibliotecaria entonces, se encargaba de que mantuviéramos la boca cerrada y nos lanzaba un contundente ¡chissssssst! al más mínimo susurro. El silencio era tal que se oía volar una mosca. También guardaba las llaves de algunos armarios acristalados, que preservaban los libros y documentos más antiguos, un ejemplar de la ´Resumpta´, ´Los Archivos de Ibiza de Josep Clapés´, ´El Puerto y el lazareto de Ibiza´ de Enric Fajarnés Tur y cosas así, amén de periódicos y revistas de otros tiempos que sólo salían de su refugio para la esporádica consulta que muy contados estudiosos solicitaban.

Pero la Biblioteca tenía otra singularidad que la hacía especial. Aunque su entrada natural estaba en s´Alamera, disponía de una segunda sala que tenía salida a la calle de Abel Matutes Torres y en la que había una mínima pero bellísima muestra de nuestro patrimonio histórico y etnológico. Allí teníamos la indumentaria tradicional ibicenca, ánforas púnicas y romanas, vitrinas con monedas de la ceca cartaginesa y variopintas armas de los tiempos corsarios, cutxilles, catxorrillos, fusells, sabres, piques, garfis d´abordatge, ampolles de foc, etc. Al pequeño museo se accedía desde la Biblioteca por una puerta acristalada y era raro, después de consultar algún libro, no salir a la calle por aquella sala para ver de pasada aquellos antiguos objetos que nos fascinaban y que acabaron siéndonos familiares. En los años cuarenta, la Biblioteca, con 12 mesas y 60 asientos, registraba una media diaria de 112 lectores y 144 libros consultados. Para nosotros, sin embargo, el camino hasta la Biblioteca fue largo. Yo no la descubrí hasta los 12 o 13 años, al entrar en la adolescencia.

Tebeos

La mayoría de los chicos de aquella época tuvimos una primera etapa lectora en los tebeos que coleccionábamos, intercambiábamos y comprábamos de segunda mano en ´Casa Carlos´, un tabuco que estaba siempre en la penumbra porque no tenía más luz que la de su entrada y que estaba en la rinconada que, en la mitad de su recorrido, hace el carreró de sa Xeringa entre el carrer de les Farmàcies y la iglesia de Sant Elm. Fueron los tiempos de ´El Corsario de Hierro´, ´El Jabato´, ´El Capitán Trueno´, ´El Hombre Enmascarado´, ´Tarzán´, ´Roberto Alcázar y Pedrín´, ´Flash Gordon´, ´Diego Valor, El Príncipe Valiente´, ´El Cachorro´, ´Hazañas Bélicas´, ´El Pequeño Luchador´ y las ´Aventuras del F.B.I.´, con el agente Jack, el joven Bill y el regordete y simpático Sam. De aquellos cómics pasamos a las novelas ilustradas de Melville, Salgari, Conrad, Mark Twain, Walter Scott, Stevenson, Jack London, Karl May, Swift, Poe, Kipling, Dickens, Defoe y Julio Verne. A Verne nos lo zampábamos incluso por las noches, encendiendo de matute una linterna en la cama. Después vino una etapa en la que disfrutamos con la ingenua maldad de las pistolas que encontrábamos en las novelas del Oeste. Fueron los años de Zane Grey, Marcial Lafuente Estefanía y José Mallorquí con El Coyote. Sólo a partir de entonces empezamos a frecuentar la Biblioteca. Al principio, para consultar los grandes Atlas de Aguilar y luego para leer algunas novelas de más enjundia que nos recomendaban los profesores del Santa María, el instituto que todavía estaba en Dalt Vila. Y la Biblioteca pasó a ser un espacio mágico en el que nos gustaba sumergirnos.

Las mesas, entre grandes arcadas que dividían la sala en dos alas, tenían unas lámparas de luz amarilla que creaban una atmósfera íntima, acogedora y casi secreta. Los lectores estábamos allí, pero andábamos muy lejos, cada uno en el ensueño que le proporcionaba su lectura. Allí leí ´El libro de las Tierras Vírgenes´, ´Las minas del rey Salomón´, ´David Copperfield´, ´Oliver Twist´, ´Las aventuras de Arturo Gordon Pym´, ´La isla del tesoro´ en dos tomitos descuajeringados, ´Las aventuras de Tom Sawyer´ y ´Robinson Crusoe´. Y allí aprendimos a utilizar el Espasa, monumental diccionario de 30 gruesos volúmenes de letra minúscula que era todo un universo. Aquel diccionario me dejó el curioso recuerdo de un personaje singular que para nosotros era sólo ´don Juan´ y que según el perfil que me regala un amigo «era baixet, cabell rebull i poblat, molt cellut i amb una cama més curta que l´altre -portava una sabata ortopèdica-, cosa que li conferia una figura i un caminar estrafets i peculiars; era molt miop i portava ulleres de vidres gruixuts, les quals perdia freqüentment per mor de l´excitació que li produïen les emprenyes insistències dels al·lots; aleshores, les manotades nervioses que feia l´hi descavalcaven del nas les antiparres que queien a terra, desballestades i amb els vidres romputs. Allò l´acabava de treure de polleguera i podia fer uns crits considerables, audibles en tota s´Alamera. De fet, veure´l amb les ulleres calades era una inequívoca senyal de bonança. Deien que era mestre d´escola i que s´havia trabucat de tant llegir». Yo lo recuerdo precisamente en la Biblioteca como lector impenitente y empecinado en echarse al coleto, tomo a tomo y alfabéticamente, aquel monstruoso Espasa que trataba de memorizar como el borgiano ´Funes el memorioso´. Cuando nos cruzábamos con él en Vara de Rey -ingenuas maldades de chiquillos-, le hacíamos preguntas disparatadas que disparaban su perorata. En ocasiones desbarraba, pero otras veces nos sorprendía con definiciones que recordaba al pie de la letra.