Uno de los problemas no resueltos en la arquitectura tradicional ibicenca y que sólo ha conseguido conjeturas surge cuando nos preguntamos por su génesis y por la transformación que ha tenido en el tiempo, cuando queremos saber qué elementos son más antiguos y qué otros se fueron incorporando tras la conquista catalana. Lo que sabemos con certeza es que nuestra edilicia es una de las más antiguas del Mediterráneo y que su arcaísmo reduce drásticamente las vías de indagación que podemos utilizar. Una puede estar en su primitivismo que no es simplicidad, sino esencialidad. Y otra vía puede estar en la comparación con arquitecturas coetáneas, revisando el imaginario primigenio que determinó el porqué y el cómo de la casa que, básicamente, responde a la necesidad de un techo que diera cobijo. Pero un techo exige muros como soporte para colocar sobre ellos troncos y materiales que salvaguardaran el espacio acotado. Fue un problema que el hombre solucionó imitando a la naturaleza: para entonces ya elaboraba piezas de barro, cuencos o contenedores y eso era lo que andaba buscando, un contenedor. Por otra parte, el hombre veía que el árbol proporcionaba un círculo de sombra con su ramaje y cierta protección frente a la intemperie. Y así, a partir del contenedor y del árbol, pudo pensar que con piedras y con el barro que utilizaba para hacer sus vasijas podía levantar paredes que, cubiertas, le darían refugio y sombra, una habitación. Y pues los muros eran más fáciles de trabajar con rectas y superficies planas que con curvaturas, se decantó por la forma cuadrangular, por el cubo, por el módulo ortogonal, la forma más sencilla y contundente. El resultado fue un techo sobre 4 paredes. Fue la primera casa. La necesidad impondría después el aditamiento de habitaciones. Si el clan crecía, se añadían nuevos cubos a la primera casa y así nacieron ses cases que es como todavía llamamos a la vivienda rural ibicenca.

Pero dejando de lado el imaginario espacial que pudo originar la primera habitación, la cuestión que aquí nos interesa es más controvertida: conocer los antecedentes históricos de la casa ibicenca. Existen teorías que, a través del mundo púnico, ven su procedencia en Mesopotamia, tal vez porque allí está la arquitectura más antigua, que en las huellas de Uruk nos hace retroceder 7.000 años. Pero es un precedente que no parece ajustado si se conocen las formas y el contexto de aquella lejana arquitectura. Los asentamientos mesopotámicos eran acuáticos, fluviales, se hicieron sobre las marismas del Eúfrates y el Tigris, circunstancia que exigía unas construcciones radicalmente distintas a las nuestras. Utilizaban paja y barro crudo porque no tenían madera suficiente para cocerlo y su impermeabilizante era el alquitrán que abundaba en superficie (hoy es el petróleo iraquí). Sus viviendas estaban sobreelevadas para salvar la humedad freática del suelo lagunar y las habitaciones siempre rodeaban un patio central descubierto. Son parámetros que nada tienen que ver con los de nuestras casas. Por otra parte, los asentamientos mesopotámicos eran urbanos en Ur, Uruk, Lagas, Eridu, etc, y no se conoce la casa aislada que, en cambio, domina en nuestras islas. Y si nos fijamos en la arquitectura religiosa, ¿en qué se parecen los zigurats a nuestras iglesias? En cientos de kilómetros el desnivel del suelo mesopotámico no era superior a 3 metros, razón de que las avenidas de agua modificaran continuamente el cauce de los ríos, circunstancia que daba a su arquitectura fragilidad y provisionalidad, todo lo contrario de nuestra edilicia, en la que vemos firmeza, gravedad, apego a la tierra, enraizamiento. A partir de tantas diferencias, decir que nuestra arquitectura proviene de la mesopotámica porque tiene muros en talud y techados planos es muy aventurado, particularmente cuando son elementos comunes a todas las edilicias mediterráneas.

El único elemento arcaico de nuestra arquitectura que puede responder a la tipología mesopotámica -y que estaba como aquella en humedales- sería el portal de feixa. En todos sus otros elementos, la casa ibicenca parece tener una génesis más compleja y una evolución que incorpora legados diversos. En todo caso, su aire oriental es incuestionable y arquitecturas parecidas las tenemos en Grecia, Egipto, Túnez y también en Andalucía. De la arquitectura púnica, que podemos visualizar en los ksurs fortificados del valle del río Dades, al sur de Marruecos -Ait-Benhaddu, Tinerhir, etc- poco puede quedarnos. Más herencia arquitectónica tenemos de los árabes en las formas, en el porxo, en los perfiles romos, en el cerramiento, en los abovedados de los hornos y de esas mínimas construcciones sobre los pozos que parecen oratorios, y, por supuesto, también en ejemplos mayores como la iglesia de Santa Eulària que, si cambiara por un minarete su espadaña, daría el perfil de una mezquita. La herencia árabe parece segura, por otra parte, cuando sumamos su rastros en la toponimia, en los nombres de las antiguas alquerías, en las músicas, en las costumbres, incluso en la repostería porque para mí tengo que la magdalena de hojaldre y almendras que no encontramos en ningún otro lugar es una herencia norteafricana. Y por si fuera poco, tenemos apellidos como Arabí. Pero no todo es árabe. Buena parte de nuestra arquitectura es genuina. En el sentido de que no podemos restarle al payés iniciativa. Muchos elementos de nuestra arquitectura son fruto de la necesidad y de la experiencia, de la estrategia que eliminaba errores y repetía aciertos, algo que pudo suceder, por dar un ejemplo, en la solución adoptada en los techados de troncos, cañas, arcilla y algas. Como comprobará el lector, seguimos con las conjeturas.