La mejora del transporte y las comunicaciones y el turismo de masas han dado al traste definitivamente con el mundo agrario tradicional y ha dejado atrás modos de vida y costumbres ancestrales. Nuestras islas han despertado bruscamente de un sueño de siglos en los que, para bien y para mal, habían permanecido incontaminadas, genuinas en su ser y también en su estar. La mutación empezó en los años cincuenta del siglo pasado y, desde entonces, los valores foráneos se han ido superponiendo a los propios de forma irreversible y acelerada. El uniformismo ha ganado terreno y aquello que nos definía y diferenciaba como pueblo, la ibiceidad, ha pasado a ser lo que es en nuestros días, un mero objeto patrimonial que solo en algunos aspectos -vestidos, músicas, bailes, canciones, etc- conservamos con un sentido testimonial y ofrecemos al viajero para su consumo como producto turístico-cultural. En otras palabras, hemos convertido nuestra idiosincrasia en mercancía.

Y una consecuencia de esta mutación es que lo que hoy encuentra el viajero que nos visita es lo que puede ver en cualquier otra geografía: las mismas carreteras, el mismo tráfico, las mismas prisas, las mismas aglomeraciones, la misma aberrante arquitectura urbana, los mismos problemas y, por supuesto, las mismas costumbres. Y el turista cultural, por así decirlo, todo lo que puede llegar a ver del viejo mundo, en el mejor de los casos, es una representación memorial de lo que fuimos y tuvimos: voluntariosos grupos folclóricos o colles que siguen haciendo sonar los viejos instrumentos y bailan las antiguas danzas populares. Y si tienen suerte, pueden toparse con alguna celebración tradicional como el ´Mayo´, descubrir una arquitectura rural ya mixtificada o una ciudadela fosilizada y prácticamente deshabitada. Y así podríamos seguir sin caer por ello en la nostalgia ni tampoco en valoraciones. Solo digo que del viejo mundo lo que en realidad conservamos y mostramos -siendo nosotros mismos solo espectadores- son unos contenidos que hemos colocado como souvenir en un escaparate. Conviene subrayarlo porque aquí quiero recordar lo que el viajero que nos visitaba encontraba antes de que tan drástica transformación se produjera. Quien llegaba a la isla entre mediados del siglo XIX y mediados del XX iba, por así decirlo, de sorpresa en sorpresa. Con sobrados motivos, porque entonces sí era cierto que nuestras islas constituían un mundo aparte y distinto a cualquier otro lugar. Eivissa y Formentera conformaban un universo insólito que despertaba admiración y desconcierto. Y no era solo por la arcádica singularidad de nuestra cultura o por las formas de ser y vivir que fue creando nuestro secular aislamiento porque la idiosincrasia -ese corpus identitario tan difícil de definir y que podríamos llamar personalidad o carácter- tuvo otras raíces y motivos, como nuestra historia demuestra.

Es cierto que, en las áreas continentales, la facilidad de comunicación impuso muy tempranamente el uniformismo que a nosotros nos ha llegado mucho después; y que, contrariamente, la insularidad contribuyó a conformar en nuestro caso, por nuestro menor condicionamiento foráneo, una manera autóctona y genuina de ser, pensar y vivir. Pero la marcada personalidad de las Pitiüses no puede achacarse únicamente al aislamiento porque también lo tuvieron otras islas en las que no vemos aquella singularidad que sí tienen las nuestras. Sin ir más lejos, en Mallorca y Menorca, a pesar de su proximidad a las Pitiüses, la historia es absolutamente distinta y nos descubre una influencia foránea que ha borrado su memoria más antigua. Basta comparar los boleros y las jotas de sus bailes con nuestras danzas, que se pierden en la noche de los tiempos. Y la misma distancia abismal encontramos si comparamos la arquitectura balear y la pitiusa.

Nuestro archipiélago ha sido hasta tal punto otro mundo, que no admite ninguna comparación. Todavía recuerdo cuando nuestros bailes competían en aquellos folclóricos certámenes de ´Coros y Danzas´ y, por su excepcionalidad, se llevaban siempre el primer premio, circunstancia que, finalmente, provocó que nos obligaran a participar fuera de concurso. Es cierto que los pueblos mediterráneos, desde Estambul a Gibraltar, tienen, todos ellos, un aire familiar que proviene de coincidir en un mismo mar, una misma tierra, una misma climatología y la misma luz, pero hay aspectos que hicieron únicas a nuestras islas. Eivissa y Formentera han sido singulares en su arquitectura, en sus músicas, en sus bailes, en sus canciones y en sus costumbres. Incluso nuestro ca eivissenc y nuestras lagartijas son diferentes. El problema es que esta ibiceidad, hoy, empezamos a conjugarla en pasado. Nuestra cultura, ciertamente, fue singular, pero en las últimas décadas nos hemos empeñados en ser como los otros, comunes y anodinos. Y lo estamos consiguiendo. Hemos dejado que lo propio se fuera por el tubo de desagüe. Grave error. Porque si era inevitable que cierta mutación se produjera, no lo era que hiciera, de forma tan radical, tabla rasa del viejo mundo.