No creo que sea exagerado decir que nuestras iglesias rurales rompen moldes. En el sentido de que están fuera de las tipologías que generalmente utilizaba la arquitectura religiosa. Es una construcción que no tiene nada que ver con los estilos de manual, románico, gótico, neoclásico, barroco, etc. Y sin embargo, nuestros templos tienen un acusado carácter, una marcada personalidad, un estilo particular que los hace inconfundibles. Hilando fino y desde el punto de vista formal, la arquitectura de nuestros templos tendría, en todo caso, cierto parentesco con algunas edilicias mediterráneas arcaicas de raíz oriental y norteafricano. Estoy pensando en algunas construcciones que pueden localizarse en pequeños pueblos de Grecia (Sefiros, Sifnos, Skyros y Mykonos), de Italia (Prócida y Positano), de Marruecos (Urika, Tinerhir, Khenifra) o de Túnez (Matmata y Takruna). Quien haya visitado la isla de Djerba, por ejemplo, se habrá sorprendido al reconocer un ´aire familiar´ en las formas de algunas mezquitas. Estas semejanzas con la edilicia oriental explica que Vicent Ferrer Guasch, el pintor que más y mejor ha captado la esencia de la arquitectura pitiusa, -aunque sólo buscara la luz en ella-, tenga una serie de óleos hechos en las islas griegas -caso de Santorini- en las que algunos templos podrían confundirse con los nuestros y algunos rincones urbanos podría pensarse que son de sa Penya o de Dalt Vila. Pero aun así, a pesar de tal parentesco, conviene repetir que nuestras iglesias rurales tienen una facies propia, exclusiva.

A partir de aquí, podemos preguntarnos en qué son singulares nuestros templos y a qué responden rasgos tan específicos y diferenciados. Una primera consideración nos convence de que nuestras iglesias son como son por necesidad, por conveniencia, porque las circunstancias en las que se construyeron exigían que, además de templos, fuesen refugio frente a los enemigos. De ahí que se conformen como fortalezas. Con los mismos materiales y con los mismos criterios que utilizaran para construir sus casas, con las mismas pautas, los payeses levantaron las iglesias. Philippe Rotthier habla de la casa ibicenca como palau payés, pero a mí me parece que, más que palacios, las casas payesas parecen templos, de la misma manera que nuestros templos parecen casas. Es cierto que algunas iglesias -la de Sant Antoni de Portmany, Sant Rafel de Forca, San Josep de sa Talaia o Sant Joan de Labritja- tienen una escala relativamente mayor a la de las viviendas de su entorno y que, en este sentido, se singularizan y adquieren cierto perfil icónico, pero no es menos cierto que algunas otras -sería el caso de Santa Gertrudis, Ntra. Señora de Jesús, Santa Agnès o el Pilar de la Mola-, podrían casi confundirse con una casa payesa. Entre otras cosas porque las iglesias ibicencas tienen porxo como las casas, similar o más acusado cerramiento, el mismo predominio de la masa, su misma desnudez, una misma volumetría ortogonal y su mismo doméstico enjalbiego. Y teniendo en cuenta las torres prediales, resulta que iglesias y casas también coinciden en un mismo aire castrense. Este paralelismo, lejos de ser un detalle menor, descubre ´algo´ sorprendente: que nuestra pequeña iglesia, más que casa de Dios -que lo es-, es la casa del pueblo de Dios. Si los templos de cualquier confesión tienden a la desmesura que en los cristianos culmina en ese gótico que escapa hacia las alturas y en cuyo espacio el hombre se siente perdido y empequeñecido, nuestra iglesia rural, contrariamente, por sus dimensiones contenidas y su escala humana, es un edificio amable, un espacio que abraza y consigue que el hombre se sienta como en casa. De ahí que nuestros templos tengan en el porxo un banco corrido y, en ocasiones, una cisterna. Nuestra iglesia rural se construyó -y no lo digo en sentido metafórico- como punto de encuentro y lugar habitable.

Y como en la casa payesa, también en la iglesia, la función determina la forma: el espacio nuclear es, evidentemente, la nave central que en ocasiones es única, pero si tenemos en cuenta el conjunto edificado que incluye siempre la casa parroquial, comprobamos que se mantiene la tradicional pauta cúbica, modular y asimétrica, compensada siempre en sus volumetrías, que conforman un todo proporcionado, armónico, equilibrado. Puede ser atrevido decirlo, pero esta identidad de la casa y el templo hace que éste tenga, por así decirlo, un punto de paganidad sacralizada. Y no es ajeno a ello el hecho de que los constructores del templo hayan sido los vecinos de un determinado entorno que tienen la iglesia como un lugar que les pertenece, como un ámbito propio. Y un último aspecto que sorprende en la iglesia rural, como también sorprende en las casas, es su incuestionable plasticidad. Un resultado que no se busca y es sólo una consecuencia de los argumentos que definen nuestra arquitectura: arcaísmo, pureza, simplicidad, desnudez, proporción, funcionalidad, etc. La precariedad de medios y la necesidad obligan, también en las iglesias, a prescindir de lo superfluo, a dejar sólo lo esencial. En todo caso, no son obras que se generen únicamente desde la contingencia y la experiencia. Contaba también la sensibilidad y el sentido común del payés-constructor, un aspecto que no hemos reivindicado como se merece.