Aunque es cierto que las casas, los pasajes, las plazas y todos los rincones de Dalt Vila no nos producen ninguna sorpresa porque nos resultan familiares, no es menos cierto que en el recorrido que hacemos por la ciudad antigua, sea cual sea el camino elegido, hay algo que nos despierta un sentido interior de religación, identidad y respeto. Posiblemente es así porque es el lugar que nos ha visto crecer y en el que mejor nos reconocemos.

En Dalt Vila, por otra parte, el pasado mantiene su presencia a través de innumerables vestigios y es la razón de que nuestra mirada capte mucho más de lo que vemos. En este sentido, la Ciudadela sigue siendo en sus piedras, en las huellas que en ella ha dejado el pasado, un espacio revelador que, sin necesidad de palabras, nos da noticia de otros mundos, de otras gentes, de otras formas de pensar y de vivir. Podríamos decir que la ciudad antigua ha sellado en sus piedras una inequívoca hilatura entre todos los tiempos y pueblos que se han sucedido en su devenir y que en ello ha jugado su ininterrumpida habitación durante casi tres mil años. Los cimientos de las casas que hoy habitamos corresponden a casas más antiguas y sobre las primeras murallas se levantaron las murallas nuevas. La Ciudadela creció desde dentro y desde el vértice de la colina, dentro de los límites de los muros que exigía su defensa y que le han permitido sobrevivir, muros que, sorprendentemente, todavía hoy, tienen un potente efecto separador que determina, singulariza y preserva Dalt Vila como espacio interior o matriz.

Lo cierto es que la Ciudadela ha sido y sigue siendo un mundo aparte y distinto al resto de la ciudad. Sus edificios se han hecho y rehecho una y otra vez, de manera que la mayoría de ellos, hoy, pueden parecerse a los que vemos en otros viejos barrios de la ciudad como sa Penya o la Marina, pero Dalt Vila sigue siendo un ámbito especial en el que no nos importa tanto la imagen que nos da su callejeo, sino esa otra ciudad que presentimos, la ciudad que nos descubre su memoria y que, ocasionalmente, sale a la luz en las excavaciones como hemos visto en la Ronda Calvi, el MAC y el Castillo. En cualquier caso, estas íntimas connotaciones que percibimos en Dalt Vila son tan evidentes que, sorprendentemente, las exteriorizamos incluso en los gestos: caminamos sus calles y, sin que sepamos por qué, bajamos el tono de voz. Y nada más entrar por la Puerta del Mar nos invade un sentido expectante, contemplativo y casi religioso. Siempre me ha parecido que cuando visitamos Dalt Vila estamos más atentos, más abiertos a como estamos en la ciudad baja. Es como si intuyéramos que detrás de lo que vemos está ese otro mundo y ese otro tiempo que nos interpelan y que percibimos como llamada. Y de ahí, también, posiblemente, la necesidad que tenemos de volver una y otra vez a Dalt Vila y peregrinar hasta su vértice en la actual plaza de la Catedral. Este sentimiento que experimentamos de pertenencia a la ciudad antigua, al espacio matriz, amortigua, creo yo, la sensación de pérdida y orfandad que tenemos en la ciudad nueva, en la que no conseguimos reconocernos. De alguna manera, Dalt Vila nos invita a viajar a sus estratos más ocultos, aquellos que no sólo forman parte de nuestro imaginario, sino de nuestro itinerario espiritual.

Magnetismo

Su magnetismo reside, en última instancia, en su condición de espacio fundacional y originante, en el hecho de haber sido el solar primigenio en el que empezó todo. Tendemos a leer la historia de la ciudad fragmentada, compartimentada, por capítulos que empiezan y acaban. Como si cada pueblo, al marcharse, echara un cerrojo a su habitación. O como si el pueblo ocupante hiciera tabla rasa del mundo que le ha precedido. Y está muy lejos de ser así. Porque, traspasando los siglos como si fueran días, el pasado pervive todavía en las piedras, en los nombres de lugar, en las formas de vivir y en las costumbres. Somos parte de una misma historia, de una misma memoria que arranca en las lejanas estirpes civilizadoras del primer Mediterráneo, las que vinieron desde Fenicia y Cartago. Y sólo si aceptamos esta continuidad con nuestro pasado más lejano comprenderemos las sutilísimas conexiones históricas, simbólicas y sentimentales que rigen nuestra relación con la ciudad que todavía habitamos, vínculos frágiles y no siempre visibles, pero que están ahí.

En ´Asimetrías´, un texto imprescindible que quiere ayudarnos a sobrevivir en esta era de incertidumbre y desconcierto, Salvador Pániker, que en tiempos fue vecino eulaliense, habla del sentido que hoy tiene la retroprogresión, la necesidad que tenemos, para no extraviarnos, de «avanzar desde el origen». En el sentido de que nuestra identidad tiene una deuda con el propio pasado, una deuda que sólo podemos saldar con el reconocimiento y respeto de aquel origen. Sólo sabemos lo que recordamos y el futuro sólo puede construirse desde la memoria.