En estas fechas mixtificadas con el foráneo árbol de Navidad que desplaza a nuestro doméstico Belén y con el también importado Papá Noel, que compite con los Reyes Magos, no puedo sino recordar el Nadal de nuestros pocos años, más ingenuos y menos impostados, tiempos en los que, con pantalones cortos, todavía creíamos en que todos los sueños podían cumplirse. No se me escapa que hoy, para algunos, la Navidad resulta insoportable por las comilonas que se repiten como si el mundo se fuera a acabar, por las reuniones familiares que suelen ser cargantes porque siempre hay un pelmazo que se sale de madre, por el fastidio de los regalos inevitables que cruzamos sin ton ni son y que, las más de las veces, son las corbatas y colonias de todos los años, por la matraca que en estos días nos da la publicidad, por el paisaje kitsch de las ciudades que se llenan de lucecitas de colores, por el desbordamiento de los escaparates y las melifluas canciones que suenan en los recintos comerciales y, sobre todo, por esa cara de bondad y mazapán que se nos pone a todos y que en un decir amén mutamos en enero. No es extraño que algunos traten de pasar la Navidad donde no exista, cosa que no es fácil porque la celebran hasta en Albania, que era atea a rabiar. Tal vez la solución esté en pasar estos días con los budistas del Nepal, los aborígenes australianos o los marroquíes de Marrakesh, que está más cerca.

La Navidad, como Dios manda, sólo la celebran los niños que, con los ojos abiertos como platos, siguen, como ayer, creyendo en historias fabulosas y milagros. Los demás mortales hacemos como sí, es decir, disimulamos. Aunque nos queda, eso sí, un buen recuerdo de aquellos días de deslumbramientos que empezaban cuando las monjas de la Consolación nos daban las vacaciones. Era el momento de pensar en el Belén que, bien lo sabíamos, exigía una preparación minuciosa. Los que ya montábamos en bicicleta, salíamos de la ciudad y en el Puig des cas Damians, des Cònsol o d´en Palau, conseguíamos placas de musgo que con todo cuidado traíamos a casa. Del altillo del armario bajábamos las cajas de zapatos en las que guardábamos las figuritas de barro y el pesebre, aunque acabábamos haciéndolo con trozos de corcho, como si fuera una cueva. El principal problema del Belén era conseguir que nos dejaran usar una mesa que tenía que ser grande y que terminó siendo un tablero sobre caballetes. El objetivo de cada Navidad era incorporar nuevas figuras aunque ello supusiera que, de un año para otro, el tablero tenía que crecer. Lo primero que hacíamos era arrimar la mesa a una pared que cubríamos con papel azul, como si fuera el cielo, en el que colgábamos estrellas de papel de plata, que entonces no lo vendían como ahora en rollos para la cocina y lo sacábamos del envoltorio de los chocolates Valor, Tárraga y Amatller. Aquel papel lo coleccionábamos como un tesoro durante todo el año y nos servía también para hacer un río y, cuando se terciaba, también un lago. Entonces no sabíamos que el Belén de verdad, el de Judea, tenía un paisaje polvoriento y de secano, de manera que el nuestro tenía río, prados con mucho musgo y harina para simular que había nevado. Y haciendo surcos con un peine sobre el serrín que esparcíamos en un lado del Belén parecía que los campos estaban sembrados. Las colinas eran de papel. Las hacíamos con hojas del Diario de Ibiza que arrugábamos en grandes bolas sobre las que colocábamos grandes cortezas de corcho que daba un relieve rugoso muy rústico y aparente.

El Portal estaba siempre en un rincón, como arropado, y en él colocábamos a los protagonistas del evento -José, María, el Niño, la mula y el buey-, de forma que todos quedaran bajo techo pero muy a la vista. Luego venía lo de crear un paisaje con árboles que eran ramas de lentisco, pino y sabina, casas de corcho en las laderas, el palacio de Herodes, un molino, un pozo, una piara de cerdos, corrales y pastores con sus rebaños en el llano. En casa no hubiéramos cometido nunca la tradicional irreverencia de colocar a un pastor cagando en la pradera. Y todavía nos quedaba situar, en el camino del Portal, a los Magos que se acercaban, seguidos por sus pajes y montados en sus dromedarios. En los últimos belenes intentamos perfeccionar el Belén con agua corriente para dar más realismo a ríos y lagos pero nos falló la ingeniería y tuvimos goteras que nos obligaron a poner cubos y cacerolas debajo de la mesa. Desistimos. Lo que sí funcionó fue la iluminación que incorporamos con la ayuda de un lampista que era amigo de mi padre. Una luz roja en el fondo del Portal le daba un tono cálido a la escena y era como un prodigio ver la mortecina luz que salía del interior de las casas. Finalmente, cuando todo estaba acabado, resultaba chocante que la mula fuese más grande que el dromedario de Baltasar y el gallo mucho mayor que el castillo de Herodes, pero no nos importaba. Hoy, muchos años después, pienso que montar el Belén fue como un juego mientras fuimos niños y para los mayores, posiblemente, una forma de recuperar, por unos días, el perdido paraíso de la infancia. Les haré una confidencia. Quien suscribe estas rayas tiene ya 69 años y a pesar de su agnosticismo, cuando llega la Navidad abre aún las cajas de zapatos que guarda en otro altillo de otro armario, saca las figuras de barro que tiene que repintar porque los años las han descolorido y, debajo del banc estrenyedor que nuestros payeses utilizaban para hacer alpargatas, en el vestíbulo de su casa, monta todavía un pequeño Belén. Y puesto que lo viene haciendo todos los años sin motivo aparente, piensa que algo tiene que tener esta ingenua costumbre.