Diorama. Acarician la cumbre del Vedrà las sombras de las nubes que como alas inquietas pasan ligeras sobre este islote que hoy es su Patmos, su Claustro, su Monte Carmelo. Un aura leve y sutiles aromas marinos arrancan suspiros del eremita que se despereza como si cada amanecida fuese el primer día de la Creación. Más abajo, cabecea gentilmente un delfín y entre el mar y la cueva, por las peñas, saltan vivaces las cabras que ya empiezan a ramonear los arbustos que todavía conservan la humedad de la noche. La luz, trémula hace sólo un instante, se dulcifica y afirma sobre un horizonte en el que la costa ibicenca se recorta con absoluta definición, cuando algunas barcas entran en los celajes azules de la marina. «La grandeza de un paisaje -piensa el eremita- está en su desnuda soledad. Todos los paisajes caben en uno solo, de la misma manera que en cada hombre se repiten todas las virtudes y vicios, razón de que en un solo individuo podamos entender qué es y no es la humana naturaleza. El bueno de Job, rascándose en el estercolero la podre con una teja, es una imagen muy precisa del hombre que somos.

Y no nos libera buscar tierras lueñes, pues el ancho mundo es una cárcel estrecha y en todas partes, todos, tenemos algo de Caín». El eremita piensa que en este monte santo está más cerca del alto cielo que en el mar espejea.

Reflexión

Es la hora ardiente de la siesta y ciega el sol en los alindes litorales, cuando llega al islote el pescador con provisiones. Acerca su llaüt a las rocas y el eremita ve que le han acompañado sus dos hijos, haciendo del viaje una excursión. Sobre un mar extasiado, se expande el vaho de la calígine solar y, mientras el fraile desciende desde la cueva para aliviar al hombre que sube penosamente cargado con un cesto en las espaldas, los zagales, más abajo, se zambullen desnudos en un mar profundo y casi negro. Parecen hijos del mito y brillan sus torsos como pequeños dioses en una escena de friso, llena de júbilo y de inocencia. Pero la imagen, piensa el eremita, es tan afable como pasajera, pues su frágil hermosura se llama juventud, pasará como una nube y se diluirá como el humo. Somos carne y sangre. Somos barro. Resbalan los años y los siglos, cambian las sociedades humanas y todo al final es polvo, pero el eremita sabe que en la mísera fisiología anida un valor eterno. Es lo que va pensando mientras desciende por la trocha de cabras. Sabe que ha sido providencial su confinamiento, verse con los ojos del desterrado que, a la postre, es la condición del hombre más propia y natural. Las aventuras humanas son sólo ilusiones en el camino que hacemos y conviene, de vez en cuando, sacudirse el polvo de las sandalias.

- «¡Bon dia, pare, heus ací els senallons i el menjar!»

- «¡Déu mos do bon dia, amic! ¡Veig que els vostres fills neden com peixos!»

El pescador encuentra al eremita en medio de la cuesta y le pasa la cesta y las noticias de sus hermanos de Cubells. El hombre sabe de su celo y desciende al poco hacia la barca, de forma que, cuando el fraile alcanza la cueva, el pescador ya se aleja despaciosamente, remando, porque ya no sopla la leve brisa que le trajo. El eremita deja las provisiones en el cesto que cuelga de un cordel entre dos salientes de la roca para evitarles tentaciones a las ratas y pasa el resto de la tarde escribiendo. Después, tras el rezo de vísperas y con las últimas luces, se sienta en una piedra, en la entrada de la cueva, frente al crepúsculo que le invita a meditar. Le llega el olor profundo del tomillo y el romero y se le aparecen las cortaduras y las peñas como gigantes derrotados. Piélagos de bruma se extienden sobre el mar según va anocheciendo y, en la niebla que sube, la luz cribada le ofrece un inconmensurable poniente. Piensa que en la gruta y en las alturas del islote se halla resguardado de la estuosidad del sol y de las viras de la lluvia.

Nocturno

La cueva es honda y fresca en los meses de verano y cálida cuando llega el invierno. Un buen abrigo para encontrarle recato a la vida, aunque tampoco aquí tiene reposo porque este refugio acogedor es también un laberinto que tiene sus propios rigores. Y no por el oleaje que no puede alcanzarle. Ni por las cortinas de lluvia que se agradecen en este paraje, paradójicamente sediento entre tantas aguas. Ni tampoco por el bramar del viento en las piedras. Es por la hoguera interior que le consume, pues quiere quedarse en su retiro y, sin embargo, sabe que debe irse. Es la lucha entre lo temporal y lo eviterno. En este solitario lugar, el silencio es sonoro, retumbante. Aquí el agudo chillar de las gaviotas y el piar de los pájaros de paso cobran todo su valor de aviso y advertencia. Aquí todo permanece y todo cambia. Es media noche en filo, negra como boca de lobo, cuando sale aturdido de sus pensamientos. Huele a mar y caricias de sombras y tinieblas resbalan por las peñas que baña una luna monumental y redonda. Quieto y hondo, el cielo se puebla de mil ojos absortos, de un rosario infinito de constelaciones, un misterio insondable que convida a la muda embriaguez del Absoluto. En el candil, ya en el vientre de la cueva y junto a la estampa de Nuestra Señora que se trajo a su destierro, luce una llama titilante, amarillenta y mortecina, como si fuera una oración. La dejará encendida en tanto quede grasa para alimentarla.