Arribada. Sáxeos peñones verticales se descuelgan sobre el mar y se zambullen en el recato de sus sombras las gaviotas y los cormoranes. El eremita se ha quedado solo -el pescador que le ha traído al islote se ha marchado en su barca-, y ahora asciende trabajosamente a la cueva en la que busca silencio y, si Dios le ayuda, experiencias inasibles y revelaciones: éxtasis, arrobos, celestes deliquios y el fecundo dolor del contemplativo. Alejado de la vida vernácula, el hombre se libera de las burlerías y tracamundanas de los días que vienen y van. Postrado y con los brazos en cruz, caídas las cogullas sobre la rusticidad de la piedra, el eremita se entrega en la gruta a las alquimias de la vida interior.

Piensa que el asceta es páramo y estatua en agonía, pero que también puede ser escultor del alma que vence a la Fiera. Esa Fiera familiar que se le aparece mientras reza y que le presenta las rocas como cariátides desnudas. El eremita sabe que el instinto es un lobo que acecha y que al menor descuido muestra, como estigma, su hirsuta garra de macho cabrío. Estremecido, trata entonces de arrancar sus tentaciones con el rezo: «Señor, acerco mi rostro al vuestro y cualquier sufrimiento desaparece como una gota de agua en el mar. Ego sum vermis et non homo».

El eremita piensa que también la soledad tiene melancolías y tropiezos.

Albada

Ha pasado la primera noche en el solitario peñón y por la boca de la gruta, ventana del sueño, despliega sus celajes el día. Las prístinas luces alcanzan el rincón más hondo de la estancia donde el eremita recibe los tibios rayos del sol como bendición de las Alturas, como Santa Jerusalén de las visiones. El instante es en sí mismo una oración, un salmo, una sura que conmueve por su absoluta serenidad. «Ubi panis, ubi Deus» murmura cuando se lleva un mendrugo a la boca. Después, sale de la cueva y en las pálidas lumbres del día, ve sobrecogido que las aguas humean sobre una lámina inmensa de frío metal. Las estrellas dormidas se van apagando y los mantos de humo se deshilachan en la altura. A lo lejos, el eremita ve también las costas de Ibiza: los acantilados, los bosques, la atalaya, las casas dispersas, el Mundo. Piensa que cuantas veces estuvo entre los hombres volvió menos hombre y que predicando, sin mirar convenciones, se buscó enemigos. Sabe que seguirá misionando, pero piensa que la indiferencia humana justifica su retiro en esta isla de oración y penitencia. Y que si Dios no tuvo reparos en hacerse hombre, el hombre no rebajará su expiación viviendo en cuevas y confundiendo su vida con la de las cabras, las gaviotas y las lagartijas. Le conviene este vagar famélico en el Monte, mascullar hierbajos y amputar sus tercas ambiciones y deseos.

Oración

Tiembla el rocío en los arbustos mientras una bandada de gaviotas raya limpiamente el azul aurirosado como panza de reptil y un águila pescadora, inmovilizada en el aire, se lanza en picado sobre un mar que, según el sol asoma, se va desangrando sobre las aguas con perezosa majestad. El horizonte se aureola de neblinas y el eremita desgrana su rosario, abstraído en el farfulleo de voces misteriosas que, desde hace días, le acompañan mientras reza. Goza una mañana de miel y sosiego en el Monte y piensa que cuanto existe no merece codiciarse porque pasa, porque toda riqueza es lluvia que se cuela entre las peñas y que, detenida en oquedades, se evapora y se pierde. De rodillas en la roca, en la misma entrada de la cueva, ya le unge la caricia de un pálido sol. La ropa burda.

El tronco magro. El semblante adusto, compungido y corroído por el zumo de sus penitencias. La flaqueza del eremita es tan extrema que parece hecho de raíces. Enfebrecidas, sus mejillas arden exangües. Las prominentes peñuelas de sus pómulos, la cuchilla de su nariz, los ojos hundidos cavados en la sombra y la frente desnuda y alta, hacen una sombría calavera que se ha olvidado de la risa. Su vida ha sido un yermo, grande sólo por sus sueños, solitaria en la multitud, absorbida en el trajín cotidiano y misionero, sin apartarse de sus miserables jerarquías de amos y de esclavos, de víctimas y verdugos. Hasta que un día se le hizo la luz y vio su alma encerrada en un cuerpo de aparente pero frágil cristal, a veces opaco y traslúcido otras, pero con su delicadeza presta a enturbiarse. Y vio con angustia que su pobre vida iba camino de la nada y el olvido. Transido en su desamparo, comprendió que, si caía, ninguna mano podría sostenerle. Se asustó entonces del inútil sacrificio de su vida y entendió que el mundo era una cárcel de la que necesitaba liberarse. En aquel instante fue cuando se impuso el aislamiento, la huida temporal para conocerse, para reconciliarse consigo mismo y con el mundo. Así fue como, antes de recatarse en la espelunca vedrana, hizo no pocas jornadas en otras grutas y bordas de pastores. Como sigue haciendo ahora en este islote que es su último y definitivo refugio.