Un fotógrafo, un photocall y a poner morritos. Pero morritos payeses. Así comenzaba ayer el recorrido por las nuevas instalaciones del colegio Santa Gertrudis, que aprovechó las fiestas de la localidad para mostrar la reforma a las familias de los alumnos. Los pequeños se ríen al verse con capell, barretina e incluso hazadas, frente al dibujo del Pou de´n Gatzara que han hecho ellos mismos. Las risas se convierten en carcajadas al ver sus fotos proyectadas en la entrada del centro. Algunos padres se animan y posan cual Paris Hilton en el «photocall pagès», como lo describe la directora del centro, Reme González.

El colegio es una fiesta. Las risas y la música resuenan en las paredes. Los talleres, repartidos por todos los rincones del edificio son la excusa para que las familias no dejen ni un espacio por visitar. «Normalmente entran, dejan o recogen a los niños, y se van. La idea es que hoy paseen por todo, que lo vean bien», explica la directora, cámara de fotos en ristre.

En el patio, Noa aprende cómo descascarar almendras. A base de martillo, sobre un tocón de madera y sin pillarse los dedos. «¡Así! ¡Así!», le indica otro de los alumnos, ejerciendo de entusiasta cicerone. Noa coge las almendras de un capazo y repite la tarea. La primera le cuesta un poco, pero las demás... Como si lo hubiera hecho toda la vida. A sólo unos metros los alumnos convierten cartones de leche en maquetas muy personales del colegio. Con papeles estampados crean el edificio que les hubiera gustado. Con las paredes rosas, con el techo cubierto de césped y margaritas, con puertas con nubes... Nada que ver con el de verdad que acaban de estrenar y en el que, después de muchos años, ya no se sienten como sardinas en lata.

El gimnasio es hoy un ballpagesódromo en el que la colla de Santa Gertrudis anima, hasta que llegue la hora del espectáculo, a niños y adultos a probar qué tal se les dan las camallades y los pasitos cortos.

Caracoles a la carrera

La atención de un grupo de pequeños se concentra en una mesa a la que un cordón rojo impide acercarse más de la cuenta. Todos tienen la vista puesta en la trepidante carrera de caracoles que se disputa sobre el tablero. Ocho gasterópodos pelean por el triunfo, animados por conseguir la brizna de hierba que luce, cual trofeo, en el centro de la mesa. Los niños les animan. Cada uno al suyo, sin perder de vista sus conchas, sobre las que han pegado los dorsales: gomets amarillos con números escritos a mano. Sus gritos se mezclan con los que lanzan, a menos de dos metros, los niños que compiten en el ajedrez gigante cada vez que se comen una de las piezas de los contrarios.

En el primer piso hay overbooking. Decenas de artesanos muestran a los niños su trabajo. Realizan espardenyes, capells, mantones de payesa, delantales, senallons, todo tipo de trabajos de esparto y hasta trampas para langostas y morenas. Los niños corren por el pasillo esquivando a los padres y madres, hipnotizados por las explicaciones de los artesanos. La pequeña Marga aprende a hacer punto. No levanta los ojos de las agujas ni cuando la llaman por su nombre. Sólo tiene ojos para la lana granate que va tomando forma. Laura se pasea con una copia del plano del colegio entre las manos en la que se indica dónde se realizan las actividades. «Hay muchas, no quiero perderme ninguna», comenta, acelerada, rumbo a la exposición de esculturas de tortugas marinas realizadas por los escolares.

Las familias se agolpan frente al gigantesco mural, formado por más de mil fotos, en el que se puede seguir la evolución de las obras de ampliación del colegio. Se detienen largo rato, buscándose. El mural es, en realidad, una especie de ´¿Dónde está Wally?´, pero los Wally a buscar son ellos mismos. Ana y Andrea intentan llegar al ´Artists corner´ (es decir, al taller de arte) sin manchar a nadie con las magdalenas cubiertas de chocolate y cubiertas con flores de colores que acaban de decorar en la planta baja. Al final tienen que devorar los dulces antes de ponerse manos a la obra con la arcilla y las pinturas. La Navidad ya ha llegado a Santa Gertrudis, donde los niños convierten piñas en brillantes ornamentos navideños.

En la biblioteca, el cuentacuentos Óscar Ferrer descubre a algunos de los alumnos más pequeños la magia de un molinillo. En el aula de enfrente, Claudia acaba, con una sonrisa, su marioneta de papel: una payesa de falda rosa chicle y delantal morado enganchada a un palo de brocheta. En la penumbra de una de las nuevas aulas un grupo de niños canta ´El barquito chiquitito´ siguiendo la letra en un karaoke mientras David, en otra de las recién estrenadas clases, grita de contento cuando le ponen, en el jersey, la chapa que él mismo acaba de pintar.