El barrio de pescadores que recordamos de los años cincuenta del siglo pasado guarda más parecido, por increíble que parezca, con la visión que de él nos dio el Archiduque de Austria a finales del siglo XIX que la que tenemos hoy, situación que nos da medida de su regresión. El ilustrado viajero describe sa Penya como un intrincado laberinto de estrechas callejas entrelazadas sin un sistema definido, de irregular empedrado y con un canalillo en su mediana para sacar las aguas residuales. Las casas que el viajero ve están pertinazmente encaladas, sus techos suelen ser aterrazados y tienen sobre el portal un número en azul sobre azulejo blanco. Por levante cierra el puerto un pequeño dique junto a una modesta atarazana -la drassana de sa Riba- en la que se construyen y reparan pequeñas embarcaciones. Es curiosa la observación que hace de las casas situadas en las orillas de la bahía y que, como casi todas las de la Marina, están construidas a la veneciana «sobre pilastras de pino mediterráneo». En el extremo de levante y en la bocana del puerto llama su atención una fortificación triangular con un garitón de vigilancia, la Torre del Mar. Y al mentar luego la ´Casa de Sanidad´ le falla la vista o la memoria porque dice leer en su dintel 1605, cuando el 6 era un 8. El Archiduque callejea «entre humildes casitas -el diminutivo no era caprichoso- habitadas por pescadores y construidas sobre el cantil que cae a pique sobre el mar». Y en una plazoleta que no consigo identificar, sitúa la casa cuartel de la Guardia Civil junto a una escalera que baja a los muelles. «Las callejas conforman un auténtico laberinto, subiendo aquí, bajando allá, entrecruzándose y desembocando algunas en la pequeña plaza de sa Drassaneta, donde las casas también son blancas, de techo plano y con balcones montados sobre traviesas de madera». Hoy la plazuela parece apartada del mar, pero en aquellos días quedaba a un tiro de piedra, razón de su pequeña atarazana. El viajero sigue después hacia poniente y se fija en el aglomerado calcáreo de los muros de algunas casas liliputienses -la piedra marès que en algún tramo quedaba a la vista- y, por estrechas callejas, sale a la plaza de ses Verdures, al pie del Rastrillo.

La plasticidad y el encanto que el Archiduque descubre en sa Penya es algo que confirman los numerosos dibujos que dedica a sus rincones, hecho que no repite en ningún otro lugar de la ciudad. En cierta manera, son nuestras primeras postales que, por sus detalles, hoy nos facilitan la lectura que nos darían precisas fotografías. Es el caso de su grabado ´Ibiza desde el mar´ con el aproado perfil de Santa Llúcia, las casas sobre la roca, la espectacular muralla sobre el acantilado, las cúpulas del convento de Santo Domingo y, al fondo, el baluarte de Santa Tecla y la torre de la catedral. ´Grupo de casas de sa Penya´ es otro encuadre bellísimo que descubre la caprichosa orografía del barrio con giros inesperados y subidas y bajadas apeldañadas. En un primer plano casi podemos oír la conversación de un clérigo y una mujer. Sorprende la limpieza de la calle y los tiestos con flores que embellecen el frontal de una terraza. ´Subida al Portal´ es un dibujo que pudo hacer desde el actual Racó de sa Murada y nos ofrece el zigzagueante acceso a la ciudadela con la curiosa escena, junto a la cuesta, de unos borricos que uno adivina de aguadores. ´Al pie de la muralla´ corresponde a la parte más alta del barrio -hoy, calle de sa Pedrera-, una trocha al pie de la fortificación por la que, entre pocilgas y corrales, viene un porquero que con un vara conduce a 4 cerdos. A uno y otro lado se amontonan las piedras que se utilizaban para levantar las cochineras y a la izquierda, sobre la roca, asoman unas casas y la cúpula de un horno que le da a la imagen un perfil oriental.

Entrada al puerto

´La entrada al puerto de Ibiza´ se convertiría en la tópica imagen que conocemos de la casona, colgada al sur sobre el mar y la roca, con el trasfondo de Talamanca, los tres islotes que cierran por levante la bahía y Cap Martinet en la lejanía. ´Es carreró d´es Gall´ donde yo viví por un tiempo -el lugar ya tenía muy distinta fisonomía- nos deja ver lo intrincado de los patios interiores del barrio y los típicos balcones sobre maderos encastrados en los muros. Finalmente, el Archiduque nos regala una toma en profundidad de la calle del Mar, con minuciosos detalles, su empedrado, el canalillo de aguas negras, la secuencia ininterrumpida de balcones con sus tendales en los que dan al sur. Sorprenden los enormes entoldados que, entre las fachadas de uno y otro lado, atraviesan de lado a lado la calle. El grabado ha congelado un instante de un día cualquiera. Sabemos que es mediodía por las sombras perpendiculares a las fachadas y la escena transmite una calma absoluta. Junto a un portal, un terrissaire vende barreños, cántaros y tinajas. Sobre una mesa, una payesa tiene unos cestos con verduras y, colgada en la pared, una ristra de lo que parecen pimientos o calabazas. Frente a la mujer, tres sillas esperan a cualquier vecina que, además de comprar, se sentará, como suele, a enhebrar la charla de cada día. Por la calle vienen dos parejas de mujeres y un pequeño grupo, en la sombra y a pie derecho, parece que en su conversación echa raíces. Mientras, algunos vecinos sestean en sus portales. Con la solanera que cae, el hecho de que los hombres se cubran con la barretina catalana hace pensar en un añadido del dibujante. Unas gaviotas dan un aire marinero a la calle y, aunque en el cielo se ven algunas nubes, la luz es mediterránea, cegadora, espectacular.