El hoy no es mejor ni peor que el ayer, pero hay algo que sí echamos en falta quienes peinamos canas o no tenemos ya nada que peinar: la vida que se hacía en la calle. Habitar el sur era vivir a la vista de todos, de puertas afuera, en el caldo humano del barrio que ha perdido el sentido que tuvo. Antes, nos identificaba ser de la Bomba, de la Penya, de Sant Elm, del carrer de la Creu o de les Farmàcies, del Parque o de Vara de Rey. Hoy no conocemos ni a nuestros vecinos. Aunque es cierto que entonces pudimos vivir en la calle porque las condiciones eran otras. La ciudad no era ni grande ni pequeña. Las calles eran de tierra y en verano, para que el polvo se asentara, el ayuntamiento las regaba con una cuba de agua, aunque también lo hacían nuestras madres desde los portales con un doméstico aspergeo.

El único incordio que recuerdo era el de las bicicletas, tantas que, aparcadas en el bordillo de las aceras, nos impedían alcanzar la calle o cruzarla. Y luego estaba la incontinencia de las acémilas, los zurullos que dejaban en su camino hacia el Mercado. Pero salvando estos pequeños inconvenientes, los vecinos éramos los verdaderos protagonistas de las calles que no sólo servía para ir y venir, sino para estar. De pie las más de las veces, porque no recuerdo más bancos que los de piedra de s’Alamera. Tampoco importaba, porque sacábamos sillas a la calle. En las horas de la siesta, las mujeres se sentaban junto a los portales para coser o hacer encaje de bolillos, mientras los hombres, recostados los respaldos de las sillas en los muros, en precario equilibrio, se amodorraban o echaban mano a la petaca.

Los olores de la calle

La calle era una prolongación de la casa y tenía sus mismos olores a legumbres, caldos y lejías, que se mezclaban con los de las tiendas. Los colmados de can Vinyes, can Reiet, can Cosmi, ca na Maria Masaueta, can Fonoll, sa Botigueta, ca n’Escandell, ca ses Guerxetes, can Feliets i can Soranet olían a especias y aceites, sacaban a la acera sacos de garbanzos y lentejas que servían a granel y aquellas cajas redondas, de madera, con sardinas de casco. Las verdulerías de ca na Jonquereta, ca na Barriola, ca na Galla, can Feixes, ca na Pepita Noguera y ca na Pepa Bruta olían a campo y mostraban grandes cestos con tomates, patatas y berenjenas.

La fragua olía a fuego, carbonilla y hollín. Las barberías de can Jaume, can Vicent i can Rafel de sa Llòpia, can Gomà, can Cervera, can Palerm, can Guixa, can Mas y can Taxos olían a linimentos, ‘Floid’ y brillantina. El olor del esparto nos anunciaba las alpargaterías de Can Ric, can Marxuet, cas Cònsol, can Sansano, ca s’Amesat y cas Datilet. Y los bares, el Pou, Dorado, Pereira, Noguera y La Estrella olían a café y a tabaco. Can Vedell, can Lluís de na Tura, cas Corpet, Los Andenes, can Xiquet Rotes y can Tià de s’Alamera olían a cremas, azúcar y miel. Y can Puvil, can Guerra, ca n’Aubarqueta, can German Riquet, can Sans y can Marrota olían a leña y a pan recién hecho. Las carnicerias de can Balançat, ca n’Antonio, can Miquelitus y can Pujol despedían el olor crudo de los costillares, las tripas y la sangre. La guarnicionería de ca n’Afro desprendía un penetrante olor a cuero, mientras que las zapaterías de can Prats y Calzados Tarrés olían sobretodo a cartón por los montones de cajas de zapatos que apilaban.

El olor del restaurante-bar San Juan alimentaba y las imprentas del Diario de Ibiza y can Verdera olían a tinta y a papel. Incluso los almacenes de ropa, can Xinxó, can Burgos, can Serreta, ca n’Anselmo, can Fèlix, can Busquets, can Pere d’en Puig, can Comte, cas Coc i can Casetes sacaban a la calle el olor antiguo de la naftalina que preservaba las piezas de tela ordenadas en estantes como los libros en las bibliotecas. Aquellas calles de Vila eran, sobre todo, de los viejos y los niños.

Los ancianos callejeaban desde la media mañana para que el sol les calentara los huesos y aunque algunos se asomaban a los muelles, los más se quedaban en los bancos del «si no fos» de s’Alamera donde alternaban silencios y discursos, siempre los mismos. Los niños, en cambio, nos echábamos a la calle por las tardes, después de merendar, cuando nos ‘soltaban’ en la Graduada, el Colegio de Sant Vicent de Paúl y La Consolación.

Chistes, piropos y palabrotas

Y otra cosa que uno echa en falta es la naturalidad de una convivencia vecinal que se manifestaba en un habla imaginativa y desinhibida que le daba vida a la calle con chistes, piropos, palabrotas y juramentos. A los chicos nos fascinaba aquella jerga callejera de picardías, interjecciones, salidas de tono y escatologías. Después comprendimos que aquel desenfado malsonante era de una absoluta ingenuidad.

Frases como «¡se me ha jodido la guzzi!», «¡las he pasado putas para llegar a tiempo!», «¡estoy acojonado!» o «¡que coñazo de película!» eran formas de hablar. Sólo eso.

Y tacos como cabrón, hijoputa, cojones, soplapollas y lameculos, más que insultos, eran formas de desahogo, válvulas de escape. Podían tener, incluso, un deje cariñoso: «No me digas que te has ligado a una sueca. ¡Qué hijoputa eres! ¡Qué suerte tienes, mamonazo!». Más gratos eran los piropos en los que estaban especializados los albañiles que, a pie de obra y desde los andamios, no dejaban pasar fémina sin quiebro: «Le pediré al alcalde que te haga un monumento» o «dime como te llamas y te pido para Reyes».

Y luego estaban los chistes que se explicaban, sobre todo, en los bares y en las barberías. Era el caso de: «-Doctor, doctor, ¿mi enfermedad tiene cura? -Claro que sí, tiene cura, entierro y novenario». O aquellos otros chistes del terrorífico Jaimito que entendimos mucho después, cuando ya andábamos preocupados por el tupé y las espinillas: «¡Mamá, mamá!, ayer la criada casi se va… -¡Cómo que se va? -Sí, estaba en la cama gritando ‘Que me voy!, ¡Que me voy! Menos mal que papá la tenía bien agarrada por detrás». En el vivir frío y distanciado de ahora, aquella vida que se hacía en la calle es la que hoy echamos en falta.