Entre los recuerdos más persistentes de nuestra niñez están la murria y el fastidio que, junto a un inevitable sentimiento de pérdida, nos invadían, particularmente en invierno, las tardes de los domingos. Se acababa un tiempo sin colegio que nos pertenecía y se nos echaba encima el lunes que era siempre una oscura amenaza, una empinada cuesta que nos veíamos obligados a subir. Las tardes del domingo tenían la engañosa y fugaz alegría de los fuegos artificiales. Eran como un fin de fiesta, un tiempo declinante que algo tenía de muerte anunciada. Según pasaban las horas, negros nubarrones nos llenaban la cabeza y poco importaba que luciera un sol espléndido porque la procesión iba por dentro.

Los domingos por la mañana ya teníamos la mosca del lunes detrás de la oreja, pero procurábamos espantarla y no pensar en otra; eso sí, una vez que cumplíamos el precepto de la misa dominical desde las lunetas de Sant Telmo, galerías balconadas que, en los laterales de la iglesia y por encima del coro, se asomaban sobre la nave del templo. Cuando el padre Alberto soltaba el ite misa est, el mundo era nuestro y las bicicletas nos permitían escaparnos a Talamanca, Cap Martinet o la Playa d´en Bossa. Podíamos hacer pasta con harina y agua que mezclábamos con sardinas machacadas para pescar con caña desde los muelles, desde las gabarras semihundidas frente al matadero o junto a las barracas, dos casonas que funcionaban como pósito de pesadores junto al varadero de sa Riba. También nos gustaba coger pulpos con fitora y trapos blancos en el lado exterior de la escollera o atravesar el túnel de la muralla y salir, en la espalda de la ciudad, al desnudo ´Soto´ por el que corríamos como si en ello nos fuera la vida hasta la antigua batería militar donde teníamos escondidos algunos tesoros de la necrópolis. Otra veces bajábamos al mar de s´Aranyet, donde se nos despertaba una insólita vena contemplativa frente a la línea del horizonte y, si ya estábamos en mayo, nos zambullíamos desnudos y nos secábamos al sol, inmóviles como lagartijas sobre las rocas.

Cada mañana de domingo inaugurábamos un mundo lleno de luz, azul y blanco, un tiempo sin tiempo en el que se nos iban las horas sin que nos diéramos cuenta, un despiste peligroso porque llegábamos a casa cuando la comida ya humeaba en la mesa y, tras el consiguiente rapapolvo, nos quedábamos sin postre. Pero no nos importaba. La mañana del domingo era como vivir un milagro y tenía que apurarse.

Siempre nos supo a poco. De aquella felicidad, sin embargo, solo mucho después hemos sido conscientes. Entonces estábamos inmersos en una dicha natural y casi salvaje. Vivíamos, por así decirlo, indiferentes al destino del mundo del que solo sabíamos lo que nos explicaban en el instituto, poca cosa. Las lecciones prácticas las tuvimos en las calles de la Marina, en la bahía y en los muelles, que para nosotros eran el centro del mundo, un mundo áurico que parecía creado para ser eterno y que compartíamos con una naturaleza aliada: árboles, piedras y animales. Aquellas mañanas de domingo pasaban como una canción y ahora me pregunto si las viví o las he soñado.

Dormir la siesta

Después de la comida, en casa, a mis hermanos y a mí nos invadía una cierta modorra y, supongo que para que no diéramos la tabarra, nos obligaban a dormir la siesta. Era una hora vacía a la que le teníamos un odio cerval. Por la ventana entrecerrada del dormitorio que daba al patio de vecinos nos llegaba la cantinela de Matías Prats que retransmitía, disparando palabras como una ametralladora, el primer partido de fútbol. Nosotros esperábamos que madre diera sus habituales cabezadas en la mecedora y que padre bajara al ´Dorado´ a echar su partida de dominó, momento en el que podíamos subir las persianas y leer los últimos números del ´Guerrero del Antifaz´ y de ´Roberto Alcazar y Pedrín´.

Recuerdo que para que durase lo justo aquel castigo, una siesta que no era siesta, le dábamos cuerda al despertador y lo preparábamos para que sonara a las 5.

Era la única vez que su clarinetazo nos alegraba porque era el momento de recibir el estipendio semanal, echarle mano a la merienda -casi siempre pan con chocolate- y salir corriendo hacia el teatro Pereyra o el cine Serra, y si la cartelera era para mayores hacia el otro cine de la avenida España, el ´Católico´, no sin antes pasar por el carrito del coix Pujol, del iai Martí o na María del Bisbe para comprar chufas, chicles o cacahuetes.

Aquellas películas ejemplarizantes del ´Católico´ -se decía que el cine era del obispo- hoy nos parecerían sensibleras y aniñadas. Repetían todos los años ´Marcelino, pan y vino´, ´Jeromín, Molokay´, ´Pequeñeces´ y, todo lo más, ´Ultimátum a la Tierra´, ´El Conde de Montecristo´, ´Tres lanceros bengalíes´ y ´Calabuch´. Alguna vez, sin embargo, el censor se despistaba y se colaba alguna cinta picante como ´Balarrasa´, ´El pisito´, ´Yo confieso´, ´La muerte de un ciclista´ o ´La hermana San Sulpicio´, dramones de mucha enjundia en los que aprendíamos lo que no nos enseñaba la escuela. En cualquier caso, la salida del cine era el momento más deprimente de la semana. Si la película había sido del far west, la cosa tenía un pase porque regresábamos a casa entre disparos y añagazas, pero si era de santos nos veníamos abajo y la salida del cine era el fin del mundo. Nos sentíamos como Adán y Eva expulsados del Paraíso.