Situadas estratégicamente en el occidente mediterráneo, nuestras islas han sido siempre un lugar de paso y han registrado una continua presencia de viajeros que, en muchos casos, se han quedado a vivir en ellas. Sucedía en el pasado y sucede hoy. Y aunque es cierto que el secular aislamiento y la autosuficiencia que imponía la insularidad hacía que en un primer momento existiera cierta reserva hacia el extranjero, no es menos cierto que, si éste lo merecía, no tardaba en sentirse acogido. Tanto es así que Ibiza y Formentera han tenido siempre en la tolerancia uno de los rasgos que mejor ha identificado a sus gentes. Una tolerancia que, sobre todo, ha sido y sigue siendo aceptación, dejar hacer, un respeto incondicional a las peculiaridades de cada cual. Podríamos decir que en nuestras islas no han existido nunca prejuicios hacia el visitante del que sólo se han valorado sus actos. Las únicas reacciones frente a las diferencias del recién llegado han sido, en todo caso, de sorpresa y curiosidad, nunca de rechazo. Con la resultante de que el viajero ha experimentado una inmediata sensación de confortabilidad y libertad.

Nuestras gentes no imponían al viajero las formas de vida y las costumbres insulares y, en reciprocidad, las más de las veces, los que llegaban a la isla no caían en tentaciones colonizadoras. Los romanos, por ejemplo, no sintieron la necesidad de hacer borrón y cuenta nueva, pasaron como ´de puntillas´ por Ibiza, que quedó asociada al Imperio como ciudad confederada sin cambios significativos, un privilegio que le permitió mantener su talante oriental en la Yabisah musulmana. Aquel vivir y dejar vivir ya lo reflejan Plinio y Timeo cuando nos dicen que, ya en la antigüedad, Ibiza estaba poblada por toda clase de extranjeros y que se veía como una ciudad cosmopolita, ecléctica, condescendiente y conciliadora. Y así sucede todavía hoy, cuando el magnetismo de la isla y la tolerancia de sus habitantes siguen justificando el efecto llamada que la convierten en un destino preferente de infinidad de viajeros.

La única excepción a este fenómeno de secular aquiescencia nos vino -conviene recordarlo- con la conquista de los catalanes que, según todos los indicios, hicieron tabla rasa como vemos en el barrido que hicieron de las toponimias, sustituyendo los nombres de la Yabisah musulmana por el completo santoral que todavía mantenemos en los pueblos. Y cabe pensar que, si cambiaron los nombres de lugar, harían lo mismo con todo lo demás, lengua, hábitos y usos. Afortunadamente, en los tiempos que siguieron, la ancestral permisividad de los ibicencos borró aquellas primeras intransigencias y recuperó su primitivo talante convivencial y conciliador. Y no parece que tal recuperación se produjera de forma interesada, es decir, por el beneficio que dejaba el viajero, sino porque era una habitud ancestral, una forma de ser de nuestras gentes que tienen una regla de oro en la frase ´vive y deja vivir´, en no inmiscuirse en lo ajeno y no incordiar al otro, eso sí, siempre que el otro, en reprocidad, respete las mismas reglas de juego.

De esta tolerancia tenemos innumerables ejemplos que, siendo anecdóticos, son especialmente significativos. Recuerdo ahora el caso de Hausmann, que, con Edwig Mankiewitz y Vera Broïdo, su esposa y su amante, vivieron en San José de sa Talaia entre 1933 y 1936. En aquella sociedad rural, Hausmann tuvo que resultar un tipo extravagante, con su monóculo, su desenfado en el vestir, aquella manía suya de sacar fotografías a diestro y siniestro y un carácter histriónico y exhibicionista que le llevaba, sin ningún reparo, a ejecutar extraños bailes en el bar del pueblo. Pues bien, a pesar de todo ello, Hausmann y sus mujeres no sólo fueron aceptados en el pueblo, sino que fueron muy apreciados y tuvieron entre los lugareños buenos amigos. Y esta misma circunstancia de buena acogida han experimentado todos los innumerables viajeros que nos han visitado después, sin que sepa de ninguno que haya tenido que cambiar sus costumbres o se haya sentido rechazado. Existen, por otra parte, numerosas fotografías asimismo reveladoras de aquella chocante y saludable convivencia, payesas tapadas de pies a cabeza junto a extranjeras en bikini, imágenes en las que tal vez podamos descubrir curiosidad y un atisbo de humor, pero en ningún caso escándalo ni rechazo. Y un fenómeno colectivo que prueba aquella misma tolerancia lo tenemos en los primeros y auténticos hippies, los que pregonaban el regreso a la naturaleza antes de que despertara el ecologismo, los que huían del militarismo, el consumismo y el individualismo, los que practicaban la vida comunal y el amor libre. Aquella Arcadia era sólo un utópico sueño, pero lo cierto es que, en términos generales, aquellos ´hijos de las flores´ fueron aceptados y vivieron en Ibiza y Formentera pacíficamente. No es significativo el caso de algunos pocos -los llamados ´peluts´- que, alucinados por las drogas o porque dejaron de recibir el cheque de papá, descarrilaron, crearon cierta alarma y fueron expulsados. La tolerancia, en todo caso, aceptó incluso a los pseudohippies que vinieron después, una tropa de advenedizos que, antes de atracar el barco en el puerto, se disfrazaban de hippies. Y un último ejemplo de tolerancia ha sido la moda Adlib y el Ad líbitum como lema insular, el «viste y vive como quieras» que sigue teniendo marchamo ibicenco.