Como todos los asentamientos humanos que han sobrevivido sin solución de continuidad desde la antigüedad hasta nuestros días, Ibiza es una ciudad de ciudades, un conglomerado de arquitecturas superpuestas a lo largo de casi tres mil años con las mismas piedras y en un mismo solar, y prueba de ello son las huellas de habitaciones sucesivas que afloran cuando damos un golpe de pico en cualquier lugar de la ciudadela, sea el subsuelo del Castillo, del Museo de Arte Contemporáneo (MAC) o de la Ronda Calvi. Me gusta pensar que en la cima del pináculo urbano, donde hoy está la catedral, pudo haber una mezquita. Y mucho antes, un templo romano que, posiblemente, se levantaría sobre un primer santuario cartaginés o fenicio. Hoy sabemos que nuestro recinto fortificado es un maravilloso artefacto que nos permite viajar, hacia atrás en el tiempo, a una de las ciudades más antiguas del Mediterráneo.

Los arqueólogos y los historiadores han ido recuperando algunas piezas del complejo puzzle de Dalt Vila y nos dicen que el solar fundacional, en el vértice del Puig de Vila, pudo limitarse a una modesta muralla, un santuario, edificios de gobierno y un racimo de casas que paulatinamente añadiría nuevas construcciones para cobijar a los colonos que, según pasaban los años, llegaban desde otros enclaves púnicos occidentales. Y la ciudad iría creciendo de forma natural, necesariamente escalonada, adaptándose al desnivel de su solar y levemente decantada hacia poniente, donde, en una colina inmediata, el Puig des Molins, ubicaron su otra ciudad, la ´ciudad de los muertos´. En su norte y al pie, la ciudad tenía dos hermosas bahías, la del puerto actual y la de Talamanca, separadas por tres pequeños islotes -s´Illa Plana, s´Illa Grossa y Botafoc- y un amplio hinterland de humedales y feraces cultivos que abastecían a sus habitantes.

Hoy sería fascinante descorrer el velo del tiempo y descubrir sus primeros edificios, sus calles, sus murallas y el perfil de la ciudad primigenia que, por lo que la necrópolis sugiere, tuvo que ser entonces un enclave urbano relevante. Aquella primera forma de la ciudad se nos escapa y sólo podemos imaginarla a partir de los parámetros que los arqueólogos establecen teniendo en cuenta enclaves púnicos coetáneos.

Conocemos, en cambio, con absoluta precisión, el perímetro de la ciudad árabe, con el triple recinto amurallado que sacó a la luz Antoni Costa Ramón, configuración urbana que dio lugar al recinto renacentista que se ha conservado. Y aunque conocer los ´límites´ de la ciudad no nos desvela su configuración interna, por su particular orografía y por la trama de los reductos más antiguos de otras ciudades medievales podemos hacernos una idea relativamente precisa no sólo del escalonamiento y solapamiento de sus edificios, sino de la laberíntica urdimbre de sus calles, con un resultado final no muy diferente del que vemos hoy. Cosa bien distinta y prácticamente imposible es asomarse, por aquella forma de la ciudad y por el callejeo que podemos hacer, a la intimidad cotidiana de sus primeros habitantes. El ´alma´ de la antigua ciudad se nos escapa.

Recuerdo mis tiempos de alumno en la Escuela Preparatoria de don Joan des Sereno que estaba en el antiguo convento de Santo Domingo, los que pasé luego en el Instituto de Santa María y finalmente en el Seminario. En aquellos años fuimos tejiendo inconscientemente una red afectiva de recorridos articulados que son los que nuestra memoria todavía retiene, pero que en ningún caso son el hilo de Ariadna que nos permita recuperar las formas de habitación que tuvo la ciudad antigua. Tal vez existan más coincidencias de las que pensamos entre aquella primera Dalt Vila y la de hoy, entre la ciudad que los arqueólogos dibujan y la imagen mental y afectiva que de ella tenemos nosotros, pero la distancia sigue siendo insalvable cuando desde la forma de la ciudad nos preguntamos por la forma de habitarla. En este punto fracasamos y la mayor aproximación que podemos hacer tiene dos únicos caminos. El primero es acceder a las cámaras centrales del laberinto urbano en los estratos más altos de la colina, donde aún percibimos los latidos del solar fundacional, el aura y el magnetismo de sus primeros días. Y la segunda vía la tenemos entre las tumbas y los olivos de la Necrópolis y, por supuesto, en las salas de su Museo, un espacio casi sagrado porque allí, conociendo los objetos domésticos de los primeros pobladores, sus oficios, su comercio y sus creencias, comprobamos que hace más de dos mil años que el tiempo se ha detenido.