Es una percepción subjetiva, lo sé, pero esos pozos solitarios que nos sorprenden por su milagrosa emergencia en la orilla del mar, en la hondura de un bosque, en pedregales y en parajes casi inaccesibles, protegidos casi siempre por una humilde arquitectura que nos deslumbra en su enjalbiego, son verdaderas oraciones de piedra, secretos oratorios o capillas que despiertan una extraña vivencia de veneración, como si se percibiera en ellos el aura que sólo los lugares sagrados desprenden. Algo nos dice que sus aguas son signo de vida. Tal vez por eso me sumo siempre que puedo a las festivas celebraciones que, con sus mejores galas, hacen nuestras gentes en el entorno de los pozos. En ellos pasamos la tarde compartiendo risas, refrigerio y bailes, mientras suenan las castañuelas, los tambores y las flautas. Y aunque estos encuentros ya no tienen el sentido religioso y mágico que tuvieron, están entre las costumbres más antiguas y arraigadas que, afortunadamente, mantenemos con un justificado sentido memorial. Su origen, sin embargo, es incierto. Puede que las hayamos heredado de los primeros indígenas europeos o que provengan de los ritos y mitos grecorromanos del siglo II, pero también pueden venirnos de las arcaicas cosmogonías orientales y de los poemas babilónicos que ven en las aguas el origen de todo lo creado, una creencia que habrían traído consigo a nuestras islas fenicios y cartagineses. Fuera como fuese, son creencias que comparten muchas culturas agrarias.

Basta asomarnos a las mitologías mediterráneas para comprobar que los oráculos del viejo mundo estaban situados cerca de las aguas. La Pitia se preparaba bebiendo agua de la fuente Kassotis y los profetas de Colfón contactaban con los dioses en un manantial oculto en una gruta. Pausanias pudo ver y describir la ceremonia que tenía lugar en la fuente Hagno, en la ladera del monte Likaios, en Arkadia. Y Peleas sacrificó 50 ovejas en la fuente Spercheios. Protea, Glaucos, Nerea y Tritón fueron divinidades acuáticas, mientras que las ninfas Návades y Nereidas, que engendraban a los héroes locales, se aparecían al anochecer y quienes las veían -caso de Tiresias y Acteón- quedaban presos de un colapso ninfoléptico. De aquí, tal vez, proviene la costumbre que ahora tenemos de acudir a las fuentes a la caída de la tarde. En el culto a las grandes diosas de la fecundidad y de la agricultura, se practicaba habitualmente el rito del baño sagrado: la estatua de Cibeles se sumergía en el río Pessinonte y Afrodita lo hacía en Pafos. Era una costumbre que también se dio en los rituales púnicos y cretenses. Y sin ir más lejos, la presencia de vasos en las tumbas de nuestra necrópolis responde a la idea de que a las almas de los muertos les hacía sufrir la sed y de ahí las libaciones a los difuntos y que la felicidad de ultratumba se concibiera como refrigerio. La conclusión a la que llegamos es que el agua tiene una misma función germinativa y regeneradora en todas las cosmogonías y mitos. Por eso hablan las leyendas de ‘la fuente de la eterna juventud’. El agua, por otra parte, se mueve, fluye, está viva. El agua lava, restaura, fecunda y vivifica la tierra. De aquí que la inmersión en el agua haya tenido siempre un sentido iniciático que simboliza la muerte del hombre viejo y un volver a nacer. Es el sentido que tiene el bautismo. Todavía en nuestros días, los principales actos religiosos van precedidos de abluciones que preparan la inserción del hombre en la economía de lo sagrado. Nos santiguamos con agua al entrar en los templos cristianos, los árabes hacen abluciones antes del rezo en sus mezquitas y los hindúes se lavan en el Ganges para purificarse. Y si los antiguos sacerdotes se lavaban las manos antes de celebrar un sacrificio, también nuestros sacerdotes se las lavan antes de proceder en la misa a la consagración que también rememora un sacrificio. Y el mismo sentido tiene la acción de asperjar a los fieles para su purificación. Y a los difuntos, como signo de resurrección.

Potencias acuáticas

Es cierto que en los encuentros que tenemos hoy en el entorno de nuestras fuentes y pozos hemos olvidado las plegarias y ritos que permitían evocar a las potencias acuáticas para que propiciaran la fecundidad de la tierra, pero no es menos cierto que nuestras músicas y danzas siguen siendo una festiva celebración de la vida y algo conservan todavía de su arcaico sentido religioso. Dicho esto, les haré una confidencia. No sé por qué, pero a mí me gusta recitar de corrido los nombres de estas fuentes y pozos: Pou de Gatzara, Pou d’Aubarqueta, Pou de Labritja, Pou des Baladre, Font de Peralta, Font des Verger, Pou de Forada, Pou de Benimussa, Pou de Mar, Brou de Buscastell, Pou d’es Arabins, Pou des Lleó, Font d’en Miquelet, Font de s’Estanyol, Font de sa Jonqueta, Font des Margalló, Font de s’Aubadar, Pou de s’Hereva, Font des Murtar, Font de Canadella, Font Gelaberta, Pou de Beniferri, Font des Avencs, Font del Rei de s’Alzinar, Font de Balàfia, Font d’en Lluna, Font de sa Pedra, sa Fontassa, Font de Cutella, Pou des Covards, Font de Morna, Font d’Atzaró… Este simple recitado de pozos y fuentes conforma todavía una sonora y maravillosa letanía con la que, sin saberlo, instintivamente, seguimos llamando a las divinidades de las aguas para reconciliarnos con la vida y con una naturaleza que no siempre nos es favorable.