Hasta mediados del siglo pasado, la vida en Ibiza transcurría con una lentitud que, en un primer momento, desconcertaba a los forasteros. Algunos, al llegar, creían descubrir el mundo perdido de una Arcadia adormecida, pero era sólo una isla que tenía una respiración reposada, un latido lento, una forma más encalmada de vivir. Otros viajeros, en cambio, desesperaban de la lentitud. A estos últimos se les notaba la incomodidad, sobre todo en las tiendas.

Si entraban, por ejemplo, en el almacén de can Xinxó donde recalaban sin ninguna prisa los payeses a comprar panas o sedas, en la papelería Verdera para darle un vistazo al Diario de Ibiza, en can Vadell por aquello de probar la peculiar ´magdalena´ ibicenca, en la herboristería Colom atraídos por las fragancias boscosas que llegaban a la calle o en cualquier otro establecimiento, el problema siempre era el mismo: se topaban con la cháchara que el expendedor mantenía con una u otra clienta, mujeres las más de las veces porque eran ellas las que hacían las compras, mientras el resto de la feligresía seguía con sumo interés la conversación, cosa nada extraña en una ciudad pequeña y entre vecinos que hacían la vida a la vista de todos.

El caso es que aquel palique estaba hasta tal punto institucionalizado que en algunos comercios había sillas -las recuerdo thonet de madera oscura y también muy bajas con culo de enea- para que la parroquia, mientras esperaba la vez, pudiera descansar. El hecho era que el urbanita que llegaba a la isla con los hábitos acelerados se impacientaba en el aguardo y, ante la impenitente faramalla, fruncía el ceño, se consumía y refunfuñaba, cosa que estaba muy mal vista por los oriundos. Y no era lo peor, porque la situación se complicaba en los bares y en las barberías que no eran lugares para entrar y salir, sino para quedarse sin apremios y comentar con la parroquia chascarrillos o sucedidos y, si no los había, para hablar del tiempo, de un aviso que había dado el pregonero, del último difunto o del partido de fútbol del domingo.

Silencio

Y aún había otra peculiaridad de la ciudad que sorprendía al viajero, un silencio que sólo era roto de vez en cuando por sonidos familiares, el tintineo de la fragua, el toque del Ángelus en las campanas de Sant Elm, el traqueteo de un carro camino del Mercado, la voz inconfundible de Matilde Conesa en el serial de la media mañana, el golpeteo sordo de la maza del alpargatero sobre la suela de esparto, la sirena de un barco que solicitaba práctico para entrar en los muelles o las voces de unas mujeres que colgaban su colada en los tendederos y, de un lado a otro de la calle, se saludaban a gritos desde los balcones. La impresión para el viajero era de atonía, de quietud, de morosidad, de un ritmo crepuscular.

Y a determinadas horas, la de la siesta y la que seguía al cierre de los colmados y la tiendas de ultramarinos, a la caída de la tarde, se creaba en la Marina un vacío grave, una opacidad provocada por el vaciamiento de las calles que, por unos momentos, quedaban deshabitadas.

El archiduque de Austria, Lluís Salvador, en ´Las antiguas Pitiusas´, también recoge aquellos tiempos muertos «en los que reinaba en la ciudad una calma absoluta, porque todo el mundo permanecía encerrado en sus casas y rara vez se veía a alguien deambulando con paso lento en busca de la sombra».

Y aquel ritmo ralentizado de la Marina era, si cabe, más acusado en la ciudadela, donde era un acontecimiento cruzarse con vecinos, canónigos o gatos. Dalt Vila ya era entonces una ciudad como dormida en la que uno, al caminar, oía sus propios pasos. El silencio allí era sustantivo, tangible, casi físico, era el silencio de las piedras. Y a la lentitud y el silencio se sumaba una manera diferente de medir el tiempo, cosa que no se hacía con relojes, sino con los avisos que daba la ciudad, la sirena del barco correo, la trompeta del pregonero, las campanas de las iglesias que llamaban a misa o al rosario, la llegada o salida de los destartalados carruajes que llamábamos ´camiones´ y que daban servicio, de pasaje y carga, entre la ciudad y los pueblos. El mejor ejemplo de la inutilidad de los relojes lo teníamos en el que presidía la ciudad en la torre de la Catedral, siempre parado a las seis y media, vencidas las dos agujas, horaria y minutera, por los pájaros que se posaban en ellas.

Hipnótica y dormitiva

Y si aquella era la atmósfera de la ciudad, letárgica y sosegada, la del campo podía ser hipnótica y dormitiva. Siendo mayor la soledad, la calma para el forastero resultaba, incluso, enervante, inquietante, desasosegante. No en todos los casos, por supuesto, pues había viajeros que en el campo encontraban alivio y una plácida laxitud. Entre estos últimos -por citar a personajes conocidos- estuvo Camus. Y entre los que sintieron angustia estuvo Cioran como el mismo explica en su Cuaderno de Talamanca: «Es en estos paisajes demasiado hermosos en los que uno siente con más fuerza toda su podredumbre y lamenta el cadáver que lleva dentro».

Aquella calma rural también la describe Pla: «Al camp, al voltant de les cases, hi sol haver un gran silenci i els treballs es produeixen pels voltants sense sorolls perceptibles. Només el cant del gall o el lladruc d´un gos rompen el silenci. El pagès entra i surt enmig d´un calmós automatisme i la seva vida s´esmussa, es fa més lenta i queda com diluïda». Nada que ver con las prisas que hoy tenemos todos en la isla, urbanitas y payeses.