En la arquitectura actual, el espacio habitado no es siempre un espacio habitable. La especulación y mixtificación que sufre la construcción en nuestros días -con dominio de lo extremo, lo icónico y lo anodino-, hace que pasemos por alto las necesidades elementales a las que debe responder una vivienda. La esencialidad que hoy descubrimos en la arquitectura ibicenca se debe, en último término, a que el payés construía su habitat con materiales locales, de forma sencilla, natural y resistente. Identificadas con el medio en el que se asentaban, sus casas respondían a exigencias concretas y la función determinaba la forma. El payés-constructor lograba así, movido por la necesidad, la experiencia y el sentido común, un armonioso afincamiento en el paisaje, adecuándose a él en vez de destruirlo, utilizando sus accidentes en vez de nivelarlos y atendiendo a factores externos locales como el aislamiento y la insolación que determinaban no sólo el cerramiento y la orientación de la casa, sino el persistente enjalbiego y el acompañamiento de estructuras complementarias como el horno, la cisterna y la torre predial.

Dicho esto, a renglón seguido hay que añadir que el vínculo común de toda la edilicia mediterránea está en la manera directa y sencilla que ha tenido el hombre de solucionar el problema de su habitación y de ahí que encontremos parecidas arquitecturas en enclaves tan distantes como Serifos, Skyros, Mykonos, Prócida, Positano, Córcega, Mijas, Guadix, Almanzora, Ourika, Tinerhir, Khenifra, Takruna o Djerba. Ahora recuerdo que Vicent Ferrer Guasch pintó unas blancas arquitecturas en Santorini que pueden pasar por ibicencas.

Recursos limitados han llevado al hombre a trabajar los materiales de su entorno y de ahí que, aun viviendo en geografías distanciadas, en circunstancias y condiciones parecidas, llegara a similares soluciones ante los mismos problemas. En lo que nuestra arquitectura es de verdad única -hecho que nadie ha podido explicar, siendo que se produce en una isla que sufría las razzias del Turco- es en la insólita dispersión de nuestras casas en el medio rural. Lo común en cualquier otro lugar es constituir comunidades para una mejor protección, por razones económicas o, simplemente, para facilitar el contacto humano. En Ibiza, en cambio, los pueblos se forman muy tardíamente en torno a las iglesias y, aun así, hasta tiempos recientes ha sido mucho mayor la población que se ha mantenido diseminada y aislada en los campos.

En lo que sí coincide de nuevo nuestra arquitectura con muchas otras es en la composición modular y aditiva. A medida que la familia crece,

crece la casa con habitaciones adosadas o sobre las ya existentes, modificando su tamaño, sus formas y los vectores direccionales que, en los interiores exigen, por su función, las distintas habitaciones. El porxo, por ejemplo, es el módulo básico y polivalente en el que converge toda la casa y que, además de su función vestibular como entrada principal, casi siempre única, es también sala de estar, habitación de trabajo, comedor en días señalados -caso de la recolección y la matanza- y, sobre todo, distribuidor por el que se accede a la cocina, los dormitorios y a la planta superior.

Especificidad

Otra especificidad de nuestra arquitectura la tenemos en que, mientras en otras geografías las viviendas se decantan por uno de los dos tipos posibles, el orgánico -que se relaciona con mayor naturalidad con el medio- y el articulado -que se expresa de forma contrastada con su entorno-, la casa rural ibicenca integra las dos tipologías: por una parte, su afincamiento en el terreno es tan respetuoso y categórico, tan estático y grave en su asiento, que parece como si la casa hubiera estado siempre donde ahora la vemos; pero, por otra parte, la ortogonalidad de la casa en su asimétrica -y sin embargo, armónica- volumetría modular, unido al blanco enjalbiego que resalta en un medio de coníferas siempre verdes y tierras rojas, hace que la construcción se signifique en el paisaje. De ahí que el campo ibicenco se nos ofrezca salpicado de puntos blancos. Lo orgánico y lo articulado -la naturalidad y el contraste- también están en su acabamiento que sólo es circunstancial, porque, como hemos dicho, la casa puede crecer y crece, de manera que el estatismo de la masa convive, paradójicamente, con el dinamismo de una estructura celular ordenada que añade nuevos módulos cuando se necesitan sin perturbar la unidad del conjunto (casament o ses cases). La casa ibicenca es así un cuerpo dinámico que, todo a un tiempo, respeta y domina el entorno, coloniza el paisaje y crea paisaje. Y con los muros innumerables que delimitan fincas y crean bancales o feixes establece una red que humaniza y unifica el territorio. Esta interacción del hombre y el paisaje descubre una dinámica vital en el medio rural que sugiere orden y un importante sentido de lugar habitado. Advertidas estas especificidades y salvando las que tienen las distintas edilicias mediterráneas y que derivan de las condiciones de cada lugar, de su particular historia y de sus tradiciones, cabe decir que es mucho más lo que nos une a ellas que lo que nos separa. Encontramos, en fín, coincidencia en materiales, formas y soluciones. Como dijo Le Corbusier en ´Hacia una arquitectura´ (1923), «El Mediterráneo es un lugar en el que, bajo el imperio de una luz cegadora, reinan en las arquitecturas las mismas formas y los mismos imperativos de sencillez, funcionalidad, armonía, belleza y plasticidad».