Leemos novelas con inverosímiles argumentos inventados y, paradójicamente, obviamos relatos de antiguas gestas en las que la realidad supera a la ficción, caso de los hechos acontecidos en Ibiza que recoge el poema Liber Maiolichinus de gestis Pisarorum Illustribus. Por él sabemos que la Media Luna, con el control absoluto de Al-Ándalus, el levante peninsular y el Mediterráneo desde el siglo IX, no sólo entorpece con sus abordajes el comercio que se hace por mar, sino que con sus razias mantiene en jaque a las plazas cristianas. Es el caso de la incursión que emprende el 838 Abd-el-Rhamán II con la colaboración del valí de Zaragoza y de Yabisa contra la Provenza. Fue un dominio sarraceno que sólo cambia de signo cuando una formidable armada pisano-catalana conquista el 1114 nuestras islas, iniciando su ataque precisamente en Ibiza. Para asegurar el éxito de la expedición, el mes de marzo de aquel año llega en secreto a nuestras costas una partida exploratoria que no parece tomarse muy en serio su misión porque sus hombres son sorprendidos hartándose de higos y pasas, robando ganado y empinando el codo. Algunos son pasados a cuchillo y otros dan con sus huesos en las mazmorras de Yabisa, pero el fracaso de aquella avanzadilla no frena la Cruzada pisana, que cuenta con el apoyo de Roma, Luca, Florencia, Siena, Volterra, Pistoia, Lombardia, Córcega y Cerdeña. Con la bendición de Pascual II, Papa a la sazón, comandada por el arzobispo de Pisa y 2 almirantes, la coalición itálica zarpa con 300 velas el 6 de agosto de 1113 y, tras capear muy mala mar que desvía su ruta, acaban en tierras catalanas. Conocedor allí Ramón Berenguer III de la expedición, propone participar en ella y sumar las tropas de Guillermo de Montpeller, Eimeric de Narbona y otros barones del Languedoc, Rosselló, Arlés, Nimes y Marsella. Los preparativos llevan un tiempo que se aprovecha para exigir a Mubasir de Mayurqa la rendición pacífica de las islas, pero la negociación fracasa y la guerra es inevitable.

El 24 de junio de 1114, día de san Juan, la expedición cristiana zarpa de Salou con 500 naves, 75.000 hombres, 900 caballos y numerosos ingenios de guerra. Su primer objetivo es Yabisa que, por su posición estratégica, facilitará el posterior asalto a las otras islas. Navegan con buen viento, dejan Mayurqa por babor y alcanzan las costas ibicencas en un atardecer que les deja ver feraces llanuras, ensenadas y un accidentado relieve de boscosas colinas. Por fin, en la lejanía advierten unas torres que asoman tras un promontorio, pero la ciudad no queda a la vista y adelantan dos naves que, sólo al doblar tres islotes y adentrarse en una profunda bahía, ven la arracimada Madina Yabisah, tendida en el NW de un cerro y protegida por un triple recinto amurallado. Doce torres quedan separadas por dos tiros de saeta y toda la fortaleza está cercada por un foso que inundan las aguas de vecinas marismas. La poderosa flota se agrupa lentamente en la bahía. Son tantas las velas que el agua deja de verse y la marinería puede saltar entre cubiertas.

El espectáculo del desembarco nocturno es formidable. Miles de antorchas iluminan la bahía y también se han encendido fuegos en las murallas. Unos y otros tratan de amedrentarse con infernal griterío y clamor de trompetas, mientras las tropas desembarcadas acampan en la marina, distantes aún del poniente del cerro en el que está la fortaleza. Después, según se abre paso la noche, la fanfarria decrece y ambas partes, en una calma tensa y expectante, tratan de conciliar un sueño imposible.

Lluvia de proyectiles

El nuevo día amanece con gran barullo en las murallas y en la marina. Los cristianos intentan cercar la fortificación, pero cae sobre ellos una lluvia de proyectiles, mientras una guarnición armada hasta los dientes sale de la fortaleza y provoca un primer y sangriento encontronazo. Desde atrás, trabuquetes, almajaneques, fundíbulos y algarradas arrecian en disparos y los moros se repliegan, pero sus ballestas, desde los muros, causan estragos en las tropas cristianas. En los días que siguen, la contienda se recrudece pero sigue en tablas con continuas escaramuzas. Las catapultas castigan una y otra vez la muralla con grandes piedras y, cegados con tierra los fosos, los cristianos adelantan una torre móvil que, con la altura de los adarves, facilita el asalto. Soldados protegidos por testudos colocan escalas contra la muralla mientras otros golpean con un gran ariete el portalón de la fortaleza. Finalmente, el 21 de julio, después de casi un mes de lucha, los cristianos abren brecha en un muro y conquistan el primer recinto. El 28 del mismo mes y rendidos otros dos torreones, cae la segunda cerca y los cristianos atacan con furia el Alcázar hasta que, herido Abul Manzor, jefe de la defensa y segundo del valí, consiguen la rendición de Yabisa. Con salvas y tronar de clarines las torres enarbolan los blasones cristianos. Es el 10 de agosto, día de san Lorenzo. En las jornadas que siguen, derriban algunas defensas de la fortaleza y liberan cautivos que encuentran hacinados en las ergástulas que estaban debajo de la Lonja y de la plaza del Mirador. El botín es copioso y la soldadesca hace acopio de lo que puede en la ciudad y en los rafales aledaños. Pasados 11 días, la flota iza velas hacia Mayurqa, a la que llegan el 22 de agosto. Tras 8 meses de sitio, el 2 de febrero de 1115, la ciudad cae, pero el valí Mubassir ha pedido ayuda a los almorávides que, desde Al-Andalus y bajo el mando de Wanudin ibn Sir, ponen rumbo a la isla. Mientras, los cristianos han saqueado la ciudad y ante la inminente llegada de la flota sarracena, que supone una grave amenaza para sus desguarnecidas plazas continentales, ponen mar por medio y regresan a defenderlas. Así acaba uno de los episodios más violentos de la historia de las islas, que quedan de nuevo bajo el poder de la Media Luna hasta que Jaime I, rey de Aragón y conde de Barcelona, las recupera definitivamente el 1235.

Pero ésta es ya otra historia.