Dice que su abuela tiene la culpa de que adore a las abejas, ya que cuando era un crío le cebaba continuamente con brescas. No contento con esos exquisitos bocados de miel, el pequeño y goloso Emeric Falticska quería tener sus propios panales, así que pidió a su padre, Adolf, que comprara una colmena a un vecino de Galgau Almasului (Salaj), un pueblo situado en el montañoso norte de Rumania, en plena Transilvania, glups. Adolf, de origen alemán (Herta Müller habla en ´Todo lo que tengo lo llevo conmigo´ de cómo los germano-rumanos las pasaron canutas tras la Segunda Guerra Mundial) y obrero de la construcción, le enseñó cómo cuidarlas. Tenía experiencia y, además, leía mucho sobre ellas, recordaba Emeric tras recibir (emocionado) de manos del conseller ibicenco de Ganadería, Antoni Marí, Carraca, el premio obtenido en el pasado concurso de Llubí, donde su oscura miel ibicenca, llena de matices, triunfó.

Según la describe, Salaj, la provincia de la que es originario, es una especie de Alcarria a la rumana. «Cuando en 2003 emigré a España, había allí más de 1.100 apicultores asociados», detalla. Incluso cuando se casó en 1988, el regalo de bodas de su padre fueron unas colmenas. Falticska dejó atrás, en Transilvania, una empresa dedicada a la construcción que funcionaba a duras penas y, lo que más le dolió, 125 colmenas. De ahí que una de las primeras cosas que hizo en cuanto aterrizó en Cariñena (Zaragoza) hace una década fue rodearse de nuevo de abejas. Tres años después llegó a Ibiza, aunque hasta 2008 no consiguió un hueco para sus primeros panales: «Tardé tanto porque no encontraba sitio para las colmenas. Cuando me dejaron un espacio en Santa Gertrudis, compré seis a un apicultor de la isla». El trato fue sencillo: Falticska podría así disfrutar de nuevo de la apicultura y, a cambio, sus abejas polinizarían las fresas del agricultor que le prestaba el terreno.

Desde entonces no ha parado de sembrar sus colmenas a lo largo y ancho de la isla. «Hace una semana me dijo que había recorrido 200 kilómetros en un día para cuidar todas las que tiene», contaba Toni Escandell, presidente de los apicultores pitiusos y presente en la entrega oficial del trofeo a Falticska. El rumano tiene millones de abejas repartidas por Ibiza: en sa Caleta, Cala Tarida, Sant Agustí, Sant Rafel, Santa Gertrudis, Sant Joan y Sant Carles.

Un toque «picantito»

Asegura que la diferencia entre la miel de su Galgau Almasului natal y la ibicenca estriba en las plantas de las que liban las abejas: «Aquí hay muchas flores mediterráneas; allí, apenas, pues el invierno es largo y se llega a 25º bajo cero». El sabor es también distinto: «En primavera se produce a partir de las flores del naranjo y del limón. Por eso es más suave que la rumana, cuya primera miel es de acacia», explica. A esa época le sigue, en Ibiza, «la de la frígola, mientras que en ese mismo periodo la hay de milflores en Rumania». Destaca el toque «picantito» que la vegetación silvestre, especialmente la frígola, aporta al néctar ibicenco. «Luego, en invierno, aparecen el romero, el brezo, muchas flores que le dan un sabor especial. Pero en mi país no hay flores en invierno, está todo nevado», apunta.

Trashumantes de la miel

Los periodos de producción también son diferentes: «En Rumania el plazo es más corto, pero la cosecha es mayor. Hay miel en mayo, junio y julio... si te dedicas a la trashumancia, claro. Yo lo hice». Los apicultores rumanos trashumantes viajan 700 kilómetros del norte al sur del país con medio centenar de colmenas metidas en un camión. Por cada una pueden obtener de 80 a 100 kilos de miel. Hacen lo que Falticska denomina «la temporada de flores». Conforme llegan al lugar adecuado, depositan allí los enjambres durante un tiempo: «En el caso de la miel de acacia, unos 10 o 12 días, que es lo que dura su floración. La primera miel de acacia se obtiene en el sur del país; la segunda, en el centro, y la tercera, en la montaña. Si aprovechas las tres cosechas, puedes conseguir hasta 30 kilos por colmena».

Luego, en las montañas, se dedican a la miel de mora, y más tarde a la del girasol: «Pero para eso -advierte- hay que moverse, hay que ser trashumante. En Ibiza, por el contrario, las colmenas son fijas. Yo saco como media unos 10 kilos de cada una, a veces hasta 15 kilos». Unos 1.000 kilos al año (si todo sale bien) que vende en mercadillos artesanos: «Mi miel se aprecia -se jacta-. La gente que me conoce, me busca. En verano la vendo en el mercadillo de Sant Rafel a muchos turistas extranjeros, que la compran para llevársela como recuerdo de su estancia en la isla». Pero la apicultura no basta para ganarse la vida: «Aquí, como en Rumania, trabajo en la construcción. Las abejas son solo un complemento».

Lo considera, ante todo, una afición: «Es un hobby por el que estoy loco. Mi vida consiste en el trabajo, en la familia y en mis abejas. Nada más». A partir de marzo, cuando el día es más largo, les dedica buena parte de su jornada: «En cuanto a las seis de la tarde salgo de la obra voy directo al campo. A las nueve o diez de la noche, regreso a casa. Esa es mi rutina». ¿Y no le pregunta su mujer qué le ha picado? «Me dice que estoy más enamorado de las abejas que de ella. Pero bromea. Estoy loco por ellas. Y eso que hay días en que me han picado más de 100. Pero ya no me producen reacción», responde.

Cuando está rodeado de abejas prescinde del ahumador, que las atonta, pero se protege con el traje completo, aunque muestra orgulloso unas fotos en las que aparece con el torso desnudo mientras sostiene un panal. «Esas fotos son de dos enjambres italianos que acabo de conseguir. Las abejas italianas son más tranquilas que las ibicencas. Pero en Rumania trabajamos sin traje, sin guantes. Solo con una careta, nada más. Allí es que son más tranquilas». El presidente de los apicultores ibicencos, Toni Escandell, interviene entonces para explicar que la pitiusa, «más agresiva, es otra clase dentro de la abeja melífera, más oscura, como la del norte de África. Uno de los problemas que existen en esta isla es que la autóctona está casi desaparecida debido a que se han traído muchas reinas de Italia».

El zumbido de la ventilación

Emeric relata con pasión, mientras cruza miradas de complicidad con Toni Escandell, de colega a colega apicultor, cómo las abejas regresan del campo con sus gargantas cargadas de néctar y, nada más entrar en la colmena, lo descargan en la celda más cercana y vacía: «Por la noche, ventilan esas celdas para eliminar la humedad, porque el néctar contiene mucha agua». Dice que a medianoche, en medio del silencio del bosque, es posible escuchar ese peculiar zumbido, de la misma manera que se puede oler la colmena a distancia cuando está cargada de néctar. Sí, la miel huele, afirman al unísono Escandell y Falticska mientras ponen ojos como platos, no está claro si para convencer con su vehemencia al interlocutor o porque internamente se relamen (es mediodía y el hambre ya aprieta) al pensar en el delicioso manjar.

Falticska está convencido de que esos insectos le detectan en cuanto se enfunda el traje de apicultor: «Huelen el veneno que otras abejas clavaron anteriormente en la tela y se ponen nerviosas, se cabrean. Lo huelen de lejos. Tienen un olfato 100 veces más fuerte que el nuestro. Los días de mucho viento, ya sienten desde lejos mi furgoneta, donde guardo el traje y las herramientas. Vienen a por mí desde lejos».

„¿Pero para picarle o porque le han cogido cariño?

„E. F.: Para pincharme. Saben que voy para trabajar en su colmena.

„O sea, de buen rollito nada.

„E. F.: Entre abejas y ser humano no cabe relación alguna. Eso son cuentos.

„Toni Escandell: Viven tan poco que no tienen tiempo para que haya una relación.

„E. F.: Viven entre 40 y 50 días. Muy poco. Se limitan a cuidar de sus casas. Durante el día trabajan en el campo, donde buscan su comida, y de noche, de vuelta a casa, a cuidar de las larvas, preparar la comida y mimar a la reina. No paran.

„T. E.: Sabes, siempre he pensado que las abejas huelen el miedo.

„E. F.: Pues nunca he notado eso.

„T. E.: Lo que pasa es que tú nunca has tenido miedo.