Como terapia relajante, en ocasiones Frank Thies se viste de apicultor, comprueba que no hay ningún resquicio en su ropa y se sienta en un taburete situado junto a una de sus colmenas de sa Talaia. Miles de abejas (en cada colmena puede haber, según la época, entre 20.000 y 50.000) se posan entonces sobre su cuerpo. Para algunos, la experiencia puede resultar agobiante, cardiaca incluso, y lo lógico es que huyan despavoridos. Para este berlinés que se siente más payés que el flaó, se trata de un momento relajante. Allí sentado, protegido por el traje, impávido, se dedica a observar durante horas cómo esos insectos tan sociales entran y salen de la colmena, revolotean por ese espacio limpio y diáfano que ha preparado para ellas en un trozo escarpado de bosque que un vecino le ha prestado.

En los alrededores crece el brezo, la lavanda, el tomillo y el romero, de los que se sirven a placer las abejas. Thies cree que la miel con la que acaba de ganar el primer premio del VI Concurs de Mel de les Illes Balears, en el que participaron medio centenar de muestras de la Comunitat Autònoma, fue en parte producida con el polen de esas flores. Pero también han aportado su granito de arena al sabor las algarrobas, las frígoles, las vides y las higueras de las cercanías. Cada uno de esos insectos puede recorrer cuatro kilómetros a la redonda en busca de alimento.

Extrajo la miel vencedora, de tardor, de sus panales de Sant Josep, Sant Mateu y Sant Miquel en octubre. Es oscura, ligeramente espesa y tiene el regusto del sotobosque pitiuso. Lo extraño, dice, es que sus abejas hayan producido miel esta temporada tras un verano tan seco. Y además tan buena. «Apenas había flores, y encima la primavera había entrado con heladas», recuerda.

Masaje de abejas

A veces, Thies va más allá. En una ocasión, sentado en ese taburete, percibió que sus abejas estaban muy tranquilas. Poco a poco se fue quitando los guantes y dejó desnudas sus manos. El enjambre de himenópteros se posó de nuevo y se limitó a recorrer sus dedos y brazos, un masajeante cosquilleo producido por miles de patitas que concluyó sin ningún pinchazo, algo asombroso. Y eso que las abejas ibicencas son guerreras, al contrario, afirma Thies, que las italianas. Precisamente, a una decena de metros de las colmenas que posee en sa Talaia ha colocado un llamativo cartel que alerta (con chillones colores amarillo y rojo) de la presencia de esos insectos, pues en cuanto alguien se aproxima empiezan a sobrevolarle y a la más mínima caen en picado sobre él y le pican. «Normalmente, cuando vemos a una abeja volando o libando, no ataca porque tiene un plan: alimentarse o beber agua. Las que hay cerca de la colmena, las vigilantes, también tienen un plan: echar a los potenciales enemigos», explica este apicultor.

Las suyas son bravas, con una mala leche que obliga a iniciar una retirada pausada, pues cualquier movimiento brusco las cabrea aún más. Eso o que quien se acerque lleve perfume, que las vuelve locas.

La pasión de Thies por las abejas surgió hace un par de años, cuando un apicultor rumano de la isla le regaló un par de colmenas cargadas de abejas. Como los expertos apicultores pitiusos prácticamente no le hacían caso ni le contaban sus secretos, decidió entonces cultivarse en Internet: «Aquí hay mucha competencia. Nadie habla, no quieren revelar sus métodos. En la Península ocurre todo lo contrario», señala. Se descargó entonces 580 páginas sobre estos bichos y comenzó a observarlos detenidamente.

Un palo en el enjambre

Curiosamente, su amor por estos polinizadores surge en alguien que cuanto tenía cinco años tuvo la pésima idea de introducir un palo en un enjambre «hecho bola» con el que se topó cuando caminaba por un bosque. «Lo pasé muy mal. No tenía pies para correr», recuerda. Es fácil imaginar al crío huyendo despavorido mientras lo acribillaban a picotazos.

Ahora tiene 60 colmenas (la mitad ocupadas), la mayoría elaboradas por él mismo, que es un manitas. Ahora es constructor (especializado en revestimiento de fachadas y en terminación de obras), pero antes fue cocinero y repujador, oficio este que le enseñó Eduardo, su padre. Diez meses después de que naciera Frank (1975), Eduardo vino a vivir a Ibiza, donde durante un tiempo vivió de la pesca (con caña) y de la artesanía. Thies tiene un marcado acento alemán, aunque se criara en Sant Mateu desde que era un bebé. Habla catalán y castellano perfectamente.

Las colmenas las coloca en unos pequeños terrenos que le prestan en tres zonas de la isla. «En sa Talaia tengo ocho colmenas; en dos parcelas de Sant Miquel, nueve y diez, respectivamente, y en la de Sant Mateu, siete», repasa mentalmente mientras conduce su todoterreno. Siempre le acompaña Lola, una shar-pei de temperamento estoico. No dice ni guau aunque le pique una decena de abejas. Se limita a correr y a protegerse bajo el coche.

Su hermana, Gautany, le ha confeccionado unos guantes de apicultor artesanales para los que ha usado las dos perneras de unos vaqueros y sendas y largas cremalleras (llegan hasta los codos), que ha cosido a unos guantes cortos de cristalero. «Espero que estos me duren más que los profesionales», comenta mientras se los coloca.

Ahumador con tiras de saco

También es artesanal, pero muy efectivo, el material que emplea en su ahumador, el aparato que se utiliza para ahuyentar a los himenópteros cuando se hurga en sus panales: tiras de sacos de Café Ibiza. «A 50 céntimos el saco», señala. Una ganga. Su ventaja es que, al contrario que lo que ocurre con los trozos de madera o de serrín, cuando se quema no se crean virutas incandescentes, solo caen cenizas. Así, asegura, es más difícil incendiar el bosque.

Como premio por su rica miel, ha decidido dejar «tranquilas» a sus aproximadamente 700.000 abejas durante el largo invierno, aunque no descarta sesiones de relajamiento a base de zumbidos y algún que otro picotazo, para no echarlos en falta.