En las últimas décadas, nos hemos acompañado de algunas esculturas notables y bien ubicadas, la de don Isidoro Macabich en Dalt Vila y la de Marià Villangómez en Sant Miquel de Balansat. Insólito y visualmente potente es también el obelisco dedicado a los corsarios ibicencos en el puerto y más discretas iconologías las tenemos en los bronces dedicados a don Joan Marí Cardona en Sant Rafel de sa Creu, a los salineros en sa Canal y al eremita de es Vedrà, el padre Palau, en es Cubells. Menos afortunadas son las representaciones del Uc pagès y el Huevo de Colón en Portmany, la de Guillem de Montgrí junto al mirador del Revellí y la del ca eivissenc en una rotonda del Pla de Vila. Y tenemos, asimismo, imperdonables ausencias, la de Marí Ribas Portmany, que uno imagina en el entorno del Rastrillo donde solía dibujar, y la del ignorado Calvi, el ingeniero que, con las murallas renacentistas mejor conservadas del Mediterráneo, nos dio el definitivo perfil de la ciudadela que hoy es Patrimonio de la Humanidad.

En este capítulo no demasiado relevante de los monumentos y las esculturas que tenemos en Ibiza, no hay duda de que la pieza que sobresale sobre las demás es la que dio nombre al paseo principal de la ciudad, dedicada al general Joaquín Vara de Rey. Y destaca no sólo por sus dimensiones, sino por su compleja composición y por la calidad de su factura. Uno ha llegado a pensar que el memorial resulta casi excesivo si tenemos en cuenta que el personaje no tuvo más relación con Ibiza que el hecho de haber nacido en la isla por casualidad. Hoy tendríamos que recuperar el contexto patriótico y exaltado de los inicios del pasado siglo para entender la resonancia que entonces tuvo el meritorio comportamiento del general en El Caney, en la lejana Cuba. Sorprende también que su construcción pudiera sufragarse por cuestación popular y que se ubicara en una explanada que entonces parecía sobredimensionada y era casi un descampado. Lo cierto es que, con admirable visión de futuro, el lugar ya se veía como un Gran Paseo. Hoy comprobamos que fue un acierto porque, más de cien años después, sigue siendo el ombligo de la ciudad y el oportuno nexo entre el casco antiguo y el ensanche, entre el puerto y la ciudad interior que ha crecido hacia poniente.

Arrancaba el 1900, cuando la prensa local recogía la noticia de que todos los ibicencos, tenderos, payeses, marineros, militares y funcionarios, se volcaban en recaudar fondos para erigir el monumento. Don Mariano Riquer, canónigo de la Catedral y presidente de la Comisión Ejecutiva del proyecto, había conseguido de la Regente María Cristina y del Consejo de Ministros la aportación de 9.000 kilos de bronce. Doce meses después, el 14 de julio, se colocaba la primera piedra y El Correo de Ibiza decía que en la ciudad no se hablaba de otra cosa y que la Alameda registraba un continuo desfile de curiosos interesados en ver cómo se hacían las cosas. El mes de junio de 1902, el vapor ´Lulio´ había traído desde Barcelona los 25 bloques de piedra de Montjuïc para levantar el pedestal, convirtiéndose en un verdadero espectáculo su descarga en los muelles. Uno de aquellos bloques pesaba 8 toneladas a pesar de estar hueco y rompió la báscula y también la cabria, que tuvo que recomponerse. Finalmente, el 25 de abril de 1904 y en presencia de S.M. don Alfonso XIII, se inauguró el monumento que, por cierto, no tuvo que descubrirse como mandaba el protocolo porque un ventarrón se había anticipado el día anterior y lo había dejado a la vista. Y una anécdota simpática del hecho fue que una de las niñas que ofrecieron flores a S.M., en vez de gritar el protocolario ¡Viva el Rey!, se atolondró y le soltó un festivo ¡Viva tu madre!. Dicen que al Rey le hizo gracia. Volviendo a nuestros días, repito, desconcierta el hecho de que nuestro principal monumento esté dedicado a un personaje que para la isla no ha sido en absoluto significativo y que, a pie de calle, nadie conoce. Me pregunto si no convendría colocar una placa que lo identifique y explique su gesta.

En cualquier caso, nos importe o no el personaje y el motivo del monumento, lo cierto es que, desde el punto de vista escultórico, es una obra notable que, posiblemente por la visión cotidiana que de ella tenemos, no hemos puesto en valor y no ha pasado de ser un elemento ornamental del mobiliario urbano. Pero lo cierto es que se trata de una obra que conjuga con acierto la arquitectura que le da soporte, obra de don Augusto Forn, con la imaginería estrictamente escultórica de don Eduard B. Alentorn. Y que más allá de la manifiesta exaltación del personaje, mantiene en su composición una clara intención narrativa. Sobre un ensolado circular clausurado por ocho cañones utilizados como pilotes y unidos por una gruesa cadena, se levanta la piedra modulada en tres cuerpos que da soporte a cinco bronces de incuestionable potencia expresiva. El primer nivel lo conforma una triple y escalonada peana octogonal, en la que encontramos una severa corona memorial y la escultura de la reina que prefigura a la nación y que sobre la piedra escribe y dedica el monumento «A Vara de Rey». El segundo nivel es un macizo cuerpo troncocónico al que, con las alas todavía abiertas, se arrima un ángel o la Fama, que en la diestra lleva una trompeta de convocatoria y en la siniestra un laurel que ofrece al general que, más arriba, en la última grada, levanta su espada en arenga. Mientras, por la espalda, un guerrillero agazapado se prepara para ensartarle su machete. El acierto del escultor estuvo en inmortalizar ese preciso instante en el que el general, ajeno a su suerte, mantiene todavía un gesto épico y desafiante. Y fue también un acierto la visión anticipada que ofrece el escultor: la muerte no ha sucedido pero está cantada, tanto es así que la reina y el ángel son ya representaciones ´posteriores´ a lo que sabemos que sucederá, pues ensalzan la muerte heroica del general.