Luis Ruiz cumplió ayer el sueño de cualquier profesor de Historia, en su caso, del Mundo Contemporáneo: que el testigo directo de un hecho destacado acuda a su clase para contar a sus alumnos aquel acontecimiento que conoció de primera mano. Trece chavales de primero de Bachiller y cuarto de ESO del instituto Sa Blanca Dona tuvieron ayer la fortuna de compartir en la biblioteca del centro una charla con Jesús Irurre, funcionario de prisiones de Ibiza que mantuvo una intensa relación, primero como carcelero y luego, poco a poco, como amigo, con Salvador Puig Antich, el joven anarquista del Movimiento Ibérico de Liberación (MIL) que el 2 de marzo de 1974 se convirtió, junto al alemán Georg Michael Welzel, en el último ejecutado en España a garrote vil.

Su sentencia de muerte no fue una más de esas a las que el régimen, macabro especialista en esas lides, estaba acostumbrado. El franquismo vivía sus estertores y Puig, al que se acusaba de matar a balazos a un policía durante su detención el 25 de septiembre de 1973, fue el cabeza de turco con el que el régimen quiso demostrar que seguía firme tras el bombazo que hizo sobrevolar al almirante Luis Carrero Blanco los tejados de la calle Claudio Coello de Madrid. «ETA me ha matado», confesó Puig Antich a Irurre en cuanto supo el fruto de aquel espectacular atentado de la banda terrorista.

«Yo era entonces un niñato gilipollas, un poco cabroncete», admitió ayer Irrurre. Con 23 años, estaba casado y ya tenía dos hijos. Su padre había sido carcelero en el norte de Marruecos, cuando aún era colonia española, y él se limitó a seguir sus pasos, como era costumbre entonces. Su paso por la penitenciaría del Puerto de Santa María, de donde se escapó El Lute, le marcó. Pidió el traslado a Barcelona para poder pluriemplearse por las tardes («el sueldo daba para poco») y allí, precisamente por haber pasado por aquella cárcel gaditana, fue asignado a las galerías de los presos políticos y peligrosos.

Canasta a las dos de la tarde

Pero aquel funcionario de prisiones brutal y matón que encarna Leonardo Sbaraglia en la película ´Salvador´, de Manuel Huerga, sacó a relucir su lado más humano en cuanto conoció a aquel joven idealista asaltador de bancos. La culpa la tuvo una pelota de baloncesto. Puig Antich únicamente salía al patio de la quinta galería de la Modelo dos horas al día: una por la mañana y otra por la tarde. Y lo hacía solo, acompañado de un funcionario de prisiones, en su caso Irurre. El resto del día estaba recluido en su celda. Irurre recuerda que un día, a las 14 horas, cuando apretaba el sol y tanto la gorra como la chaqueta con hombreras del uniforme le pesaban como el plomo, el anarquista tiró la pelota a la canasta, rebotó en el aro y cayó justo a su lado. La recogió, inmediatamente la lanzó y encestó. No era fortuna: a Irurre le encantaba aquel deporte, al que jugaba desde pequeño. Aquel acierto los acercó para siempre.

Quizás, señaló ayer Irurre, Salvador necesitaba contacto humano en aquel patio desolado: «O quizás yo también necesitaba conocerle más». Al día siguiente, Irurre salió al patio sin su chaqueta de hombreras ni su gorra. Jugaron, incluso se empujaron. «Se rompió el hielo».

Incluso entró en su celda, donde hablaban largo y tendido, pese a estar prohibido, y le proporcionó un transistor (prohibidísimo por el reglamento) para que pudiera oír música, una de las pasiones del barcelonés, que por entonces tenía 25 años. ¿Qué escuchaba Salvador? Cantautores, sobre todo catalanes, como Lluís Llach, que a su muerte le dedicó ´I si canto trist´. Pero a Irurre le inició en Patxi Andión.

Curiosamente, años más tarde compartió con Andión una breve escena de la película ´Libertad provisional´, a la que se apuntó porque ningún otro funcionario de Carabanchel se atrevía. «Su papel era de delincuente, pero le dije que no lo parecía. ¿Por qué?, me preguntó. Porque no llevas tatuajes. Y entonces se los dibujaron», rememora.

En contacto con Puig, el funcionario bravucón se fue ablandando. Incluso por pudor dejó de leer las cartas que le enviaban, censura previa a la que estaba obligado. «¿Salvador le cambió sus ideas políticas?», le preguntó ayer una de las estudiantes presentes: «No, simplemente porque no las tenía». No era franquista. Se limitaba, como el resto de sus compañeros, «a ser bruto» con los presos. «Y lo éramos». Órdenes de arriba. Irurre cree que la relación con Puig le cambió la vida: «Era un hombre muy fuerte, muy humano y sensible, un ser excepcional, culto». Le llegó a pedir ayuda porque su hijo escribía la vocal ´e´ al revés: «Me aconsejó un libro sobre psicología infantil, ¡en aquellos tiempos!».

Irurre considera que el proceso a Salvador Puig Antich, un consejo de guerra, fue irregular y recuerda que incluso el juez, conocedor de la injusticia que se cometía, ni siquiera se atrevió a notificarle en persona que había sido condenado a muerte. Lo hizo su propio abogado, Oriol Arau, y aquel carcelero, que ya por entonces admite que tenía pinta de macarra, le abrazó y se echó a llorar: «No te preocupes, Jesús, que aún queda tiempo», le calmó el joven, al que ya quedaban pocos días de vida.

Camino del cadalso, Irurre no se separó de él. Quería que se sintiera arropado en aquel ambiente hostil. Cuando llegó a la sala en la que sería ejecutado, Salvador recibió el primer mazazo: «Quina putada, es con garrote», exclamó. No se lo esperaba. «Creía que al haber sido juzgado por un consejo de guerra le fusilarían. Era más digno. Agarrotarte era más indigno», detalló ayer el carcelero.

«¡Franco hijo de puta asesino!», gritó Irurre mientras el verdugo Antonio López Guerra, que se ponía hasta las cejas de alcohol cada vez que tenía que ejercer su trabajo, giró la palanca que dislocó una vértebra de la columna de Salvador. El grito le salió del alma. Dos compañeros le taparon la boca y le sacaron de allí. De aquella se libró, pero ya nada fue igual para él: poco después lo trasladaron a la puerta de la Modelo, para que no se relacionara con los reos, y desde entonces acumula un largo currículum de conflictos con sus superiores. «Es que soy muy emocional y lo exteriorizo», admite. Aquel 2 de marzo se decidió firmemente a «luchar desde dentro» contra aquel sistema brutal. Ayer solo se permitió dar un consejo a los chavales que durante una hora ni pestañearon mientras emocionado (y emocionados) relataba cómo vivió aquel episodio fundamental en la historia de España: «Haced lo que esté en vuestras manos para luchar contra la pena de muerte».

Las dos balas que no disparó el anarquista

El 25 de septiembre de 1973, agentes de la Brigada Político Social tendieron una trampa a Salvador Puig Antich y Xavier Garriga, que tenían una cita con otros anarquistas en el bar El Funicular de Barcelona. Huyeron, pero finalmente los atraparon y metieron en un portal del número 70 de la calle Girona. «Salvador me confesó que llevaba dos pistolas, una en la espalda y otra cogida al pantalón por delante. Al meterle en ese portal, cayó de espaldas en la escalera y los policías, que eran jóvenes e inexpertos, le quitaron el arma que guardaba delante y le golpearon con ella. Él sacó entonces la pistola de la espalda y pegó tres tiros», relató ayer Jesús Irurre. Tres. El subinspector que falleció en aquel mismo lugar, Francisco Anguas Barragán, tenía cinco tiros en su cuerpo. Antich también fue tiroteado, en la cara y en la espalda, pero salió vivo de allí. Durante el juicio se desestimaron varias pruebas e incluso el informe del forense en el que se detallaban esos cinco disparos, ni siquiera se pidió entonces. Antich, que hizo el servicio militar en Ibiza, también confesó a Irurre que sus camaradas del MIL habían planeado su fuga mientras era trasladado desde la cárcel a los juzgados en un minibús: «Entonces era sencillo. El régimen estaba confiado. Pero él se opuso. ´Por mi culpa ha muerto un hombre y lo tengo que pagar´, me dijo».