El gran retratista checo Bruno Beran, que vivió en Dalt Vila en los años veinte y treinta del pasado siglo, lo definió como «el pintor de la elegancia», porque ya desde su juventud, desde que aprendió a pintar, Mariano Tur de Montis (Ibiza, 1904-1994) buscaba en sus cuadros la plasmación de una atmósfera distinguida y elegante, la idealización del mundo privilegiado en el que había nacido.

Podría decirse que fue el pintor de Dalt Vila por excelencia, al menos en su tiempo, tal vez el único si excluimos a quien fuera su primera maestra de pintura, doña Paca Llobet –madre del historiador Isidor Macabich–, que pintaba con los dedos y de quien apenas se conoce cuadro alguno, y si excluimos también, claro, a Antoni Marí ´Portmany´, cuyo horizonte pictórico, a pesar de haber nacido y vivido también en Dalt Vila, estuvo casi siempre más allá de las murallas renacentistas, en las calles de la Marina y en el mundo rural.

Pero la Dalt Vila de la pintura de Mariano Tur de Montis no es la de la arquitectura o los rincones pintorescos. El artista, criado en un entorno familiar burgués donde la belleza artística se había convertido, desde principios del siglo XX, en un valor relevante y digno de cultivar, se dedicó principalmente a pintar flores y retratos de mujeres, recreando así en parte la atmósfera señorial de los amplios salones de las casas, verdaderas torres de marfil en una Ibiza cuya población era mayoritariamente rural o marinera.

Retrató, pues, la elegancia que conocía y la que anhelaba para su vida, la de una sociedad aislada en su propia isla, entre murallas, un poco gatopardiana –no puede ser casualidad que en el Museo de Palermo haya un cuadro suyo, el más gatopardiano de todos, por cierto–, idealizando figuras y vestidos, derivando siempre en un esteticismo que formaba parte de sus intereses más íntimos, como artista excéntrico y como coleccionista de objetos valiosos que también fue.

Autodidacta y cosmopolita

Aunque realizó algunos estudios en la Academia de Bellas Artes de Sant Jordi, de Barcelona –mientras estudiaba también Derecho–, Mariano Tur de Montis se consideraba un artista autodidacta que había visitado todos los museos posibles a su alcance, en España, Francia e Italia.

Si se le preguntaba por sus pintores preferidos respondía siempre lo mismo: Velázquez, Goya, Renoir, Van Gogh, Monet, Anglada Camarasa, Zuloaga y Benedito. Se diría que iba a lo seguro y desde luego no parece haberse interesado mucho por las corrientes pictóricas de su tiempo. Hay que suponer que fue un hombre excéntrico desde el principio y que no buscó hacer carrera como artista en un sentido profesional. En cuanto pudo, después de su estancia en Barcelona y algunos viajes por Europa, cuando aún no había cumplido los 30 años, se instaló definitivamente en su casa de Dalt Vila para vivir con su madre, a la que adoraba, y poder pintar lo que le apeteciera sin otros condicionantes que sus propios límites como pintor.

Pero los años treinta en Ibiza fueron muy interesantes desde el punto de vista artístico. Por aquellos años tuvo oportunidad de tratar con otros pintores que residían en la isla, casi todos en Dalt Vila, como Barrau, Rigoberto Soler, Amadeo Roca, el polaco Josef Sperber, el ya citado Bruno Beran, casi todos ellos buenos cultivadores del retrato, género que interesaba más que ningún otro a Tur de Montis.

Su sobrino Luis Llobet ha explicado recientemente, en una entrevista en estas mismas páginas de La miranda, el ambiente artístico que en los años treinta llegó a vivirse en los salones de la casa de Mariano Tur de Montis y de su madre, la guatemalteca Cristina de Montis von der Kleé, mujer culta, violinista y segura admiradora de su hijo.

En aquella increíble Ibiza de los años treinta, por la que se pasearon desde Albert Camus a Walter Benjamin –a este último es seguro que el pintor ibicenco llegó a conocerlo, como demuestra una fotografía hallada recientemente y publicada por primera vez en La miranda hace unas pocas semanas-, la casa de los Tur de Montis ofrecía una tertulia amena con vistas espléndidas al puerto.

Por allí pasó también en cierta ocasión otro gatopardiano por excelencia, el escritor mallorquín Llorenç Villalonga, y lo recordó a su manera en uno de sus cuentos, ´Charlus a Bearn´, en el que el narrador ficticio –¡Marcel Proust!– escribe que el barón de Charlus pasó una temporada en Mallorca y estuvo a punto de viajar a Ibiza para «realitzar excavacions fenícies i visitar el pintor decadent senyor Tur de Montis, que té un palau a la ciutat antiga i retrata, entre domassos i velles argenteries, les al·lotes més tendres i estilitzades de l´illa».

En su libro ´Mariano Tur de Montis. Un pintor de Ibiza´ (2002), Luis Llobet esboza un buen retrato de su tío, un artista y un ibicenco singular aunque hoy casi desconocido para la mayoría de sus paisanos: «Su figura alta y delgada, y la largueza de su rostro le asemejaban a un personaje de El Greco. Sus alargadas manos llenas de expresividad eran parte importante de su personalidad. Hombre de cultura, hablaba seis idiomas correctamente, unía a su natural distinción y refinamiento un cierto esnobismo que, sin embargo, no le hacía perder ni su trato afable ni su gran humanidad. Respetuoso con los demás, amó la libertad y defendió la suya propia en una sociedad muchas veces llena de prejuicios».

«Maravilloso color»

El mundo pictórico de Tur de Montis no es muy amplio. Como si al escoger el retrato como género principal de sus intereses se hubiera dado cuenta de que llegar a ser un buen retratista excluía casi todo lo demás. Entre los pintores ibicencos, abiertos a casi todos los temas que proporcionaba la isla –arquitectura rural, mar, trajes típicos, paisajes, etc.– Tur de Montis constituye una excepción relevante. Ni fue un pintor costumbrista ni un artista moderno. Desde luego, las vanguardias ni lo rozaron. Amaba también las flores y las pintó con la misma elegancia y exquisitez esteticista con las que pintaba el rostro y los vestidos de su madre o de su hermana Guadalupe.

En 1943, Marià Villangómez escribió en Diario de Ibiza, a propósito de una exposición colectiva de pintores ibicencos en Ebusus, que la aportación de Tur de Montis en el panorama pictórico insular consistía sobre todo «en un sentido de mayor cosmopolitismo», seguramente considerando que sus retratos y flores trascendían el mundo local donde habían germinado, ya que podían haber sido pintados en cualquier otra parte del mundo. En pocas líneas, el poeta ibicenco reúne una serie de palabras que definen bastante aproximativamente la pintura del artista de Dalt Vila: «refinamiento», «cosmopolitismo», «elegancia», «finura», «maravilloso color», «espiritual prerrafaelismo», «idealismo», «belleza».

La exposición que presenta ahora Sa Nostra reúne una veintena de retratos de diversas épocas. De la lista de pintores preferidos por Tur de Montis citada anteriormente solo un nombre puede haber sorprendido al lector: Benedito. Y sin embargo, tal vez haya sido uno de los más importantes y decisivos para el artista. Manuel Benedito fue un retratista valenciano que ejerció gran influencia en el arte del retrato de su tiempo. Se inició en el taller de Sorolla, pero su pintura fue derivando hacia otros ámbitos, bajo otras influencias poderosas, como la de Zuloaga y Gutiérrez Solana. Su presencia se hace notar en los retratos de Tur de Montis, como ha señalado el profesor Rafael Gil en un estudio, destacando en ambos la impronta del modernismo y la pintura inglesa, la búsqueda de la elegancia y el enigma de la belleza que extrae siempre de su observación continuada de las mismas modelos.

La exposición de Sa Nostra es una oportunidad única para volver a ver –o conocer, en el caso de quienes no la hayan visto nunca– la pintura de Mariano Tur de Montis, ya que casi todos sus cuadros se encuentran en colecciones privadas, no solamente en Ibiza o Mallorca, sino también en Barcelona, donde pintó numerosos retratos durante los años que, en su juventud, pasó en esta ciudad, llegando a exponer en las prestigiosas Galeries Laietanes en 1925, a sus 21 años de edad, y después en 1932. Pero hay cuadros suyos también en colecciones privadas de Nueva York, Londres, México, París y Milán, pues en aquella cosmopolita Ibiza de los años treinta –y en la no menos de los años 50 y 60–, pintó numerosos retratos de visitantes extranjeros. ¡Qué gran trabajo sería poder reunir algún día, al menos en un libro, todos estos retratos! Pero por el momento hay que conformarse con la magnífica labor que Luis Llobet Tur está realizando desde hace años en favor de la recuperación de la memoria de su tío, primero con el libro anteriormente citado –que incluye dos interesantes análisis de J. Mª Ballester y Rafael Gil Salinas, además de un buen número de reproducciones de obras–, y ahora con esta estupenda exposición que descubrirá a muchos la figura de un pintor ibicenco diferente que merecería sin duda ser mucho más conocido y mejor valorado.