Ciudadano sueco, había llegado a Formentera en los sesenta, según decía, huyendo de los impuestos de su país y buscando la luz y la calma de la isla, que entonces era un ignorado paraíso y que, muy poco después, el fenómeno hippy descubriría para el turismo de masas. Rolf dirigía una pequeña galería de arte en una casa payesa de Ses Roques d´en Teuet, a la salida de Sant Ferran, en el lado norte de la carretera que lleva a la Mola y justo enfrente del camino que, por el sur, lleva a Can Simonet y es Ca Marí. Allí exponían sus trabajos los pintores que residían en la isla –recuerdo a Siöma Baram–, con motivos insólitamente recurrentes: deslumbramientos, mundos oníricos y muchas higueras.

Rolf era, en muchos aspectos, un personaje singular y poliédrico. Ya sexagenario, mantenía un espíritu joven y una envidiable vitalidad. Lo recuerdo alto, rubio, de ojos azules y con la tez translúcida y rosada de un niño. Vivía solo y vestía con una cuidada dejadez que le daba un aire entre payés y bohemio. Exquisito en el trato –hoy diríamos que chapado a la antigua–, Rolf era una persona de gran sensibilidad, extremadamente discreto y de una elegancia natural que le confería un atractivo especial. De talante reservado, era un gran conversador con sus amigos y demostraba una curiosidad poco común por la historia de la isla y por todos los aspectos de la vida de sus habitantes, aunque su verdadera pasión era la historia y, más concretamente, la arqueología. Conocía todos los rincones de la isla, en la que no dejaba de ver huellas de primitivos asentamientos.

Con él, provistos de pequeñas azuelas que nos proporcionaron en la Fonda Pepe y contagiados por sus intuiciones, mi mujer y yo estuvimos cavando en lo que luego fue el sepulcro megalítico de ca na Costa y en el muro norte de lo que resultó ser el Castellum romano de Can Blai.

En ningún momento supimos qué significaban aquellas piedras hasta que, tiempo después, a principio de los años setenta, los arqueólogos identificaron los yacimientos. Para nosotros no pasaron de ser un enigma, como lo fueron también las circulares acumulaciones de piedras que Rolf nos mostró en el Cap de Barbaria y donde él veía huellas normandas. Mucho después, supimos que eran restos de poblados prehistóricos, pero Rolf, entonces, dejaba volar su imaginación. Según él, aquellos círculos de piedra eran todo lo que quedaba de los túmulos funerarios que sus antepasados escandinavos utilizaban para incinerar a sus muertos sobre una barca para que el finado alcanzara el Valhalla. Lo único que desconcertaba a nuestro buen amigo es que no aparecieran piedras rúnicas, tal y como se han encontrado en otros enterramientos, caso de los túmulos de Borre (Noruega) y de Lindholm Hoje y Jelling (Dinamarca). Rolf nos explicó que estaba familiarizado con los rituales vikingos por la descripción que de ellos había hecho Ahmad ibn Fadlan, escritor árabe del siglo X. Rolf no lo dijo, pero estoy seguro de que había oído en boca de algún payés la vieja leyenda de la incursión normanda que Joan Castelló inmortalizó en sa Cova des Fum y Gordillo Courcieres en ´El Príncipe´, relato popular que tiene distintas versiones y que cada cual, como debe ser, alimenta con sus particulares fantasías. En esencia, la rondalla explica que los moros utilizaban la isla como refugio y habían escondido el botín de sus razzias en sa Cova des Fum, una gruta del acantilado de la Mola; y que, confiados en aquel nido inaccesible, cuando avistaron por levante naves normandas, desafiaron a sus tripulaciones de forma rijosa y temeraria, mostrándoles desde la altura no sólo parte de su tesoro sino enseñándoles, colocados de espaldas, sus partes pudendas. La historia acaba cuando, desde la cima del cantil, los normandos descuelgan una barca sujeta con maromas de popa y proa, de manera que, al encarar la boca de la cueva, arrojaron a su interior teas encendidas y ramas de pino verde que, con el humo, hizo salir asfixiados a los moros que, según aparecían, eran acuchillados sin contemplaciones. Pero recordemos que es sólo una leyenda. El único texto ´histórico´ de incursiones normandas en Formentera –y de fiabilidad asimismo dudosa– lo recoge, en el siglo IX, la ´Crónica de Alfonso III´, rey de Asturias. En ella se dice que los caudillos Hanstings y Björn, después de arrasar la ciudad norteafricana de Nakur, (Alhucemas), Cádiz y Sevilla, «se dirigieron a las islas de Mallorca, Fermentellan –es decir, Formentera– y también Menorca, a las que despoblaron con la espada».

El caso es, después de mil años, la leyenda sigue viva y de ahí el interés de la escritora Mia Soreide a la que al principio citamos y que, como Rolf Stasmberg, sigue buscando, todavía hoy, rastros normandos en nuestra vecina Formentera. Su objetivo es una nueva novela que adornará la ´historia´ de marras con nuevos imaginarios. La escritora se apoya en un relato escandinavo sobre el viaje del príncipe Sigurd de Noruega que, el año 1108, salió del puerto de Bergen con sesenta barcos y un fuerte contingente de tropas camino de Tierra Santa para participar en las Cruzadas y que en nuestras aguas vivió ciertos lances que los lugareños pudieron mitificar y la tradición oral ha conservado en la versión que conocemos. Lo interesante de esta historia, en todo caso, es la insólita correspondencia que se da entre la saga escandinava y la rondalla insular. No tendría sentido que un antiguo relato nórdico mentara Formentera de no haberse dado en el viaje de Sigurd un hecho cierto que, por su importancia, mereciera recordarse. Lo que no sabemos –y tal vez nunca sepamos– es qué sucedió realmente y dio luego origen, en enclaves tan alejados, Escandinavia y Formentera, a las coincidencias que hoy conocemos en uno y otro relato, el que recogen la rondalla insular y la saga vikinga.