Una vez que dejamos atrás el rosario de faros y deshabitados islotes que salpican el mar entre las islas –Daus, Malvins, Esponja, Caragoler, Negres, Penjats y l´illot dels Porcs–, y cuando por fin superamos el mayor de ellos, el Espalmador que es ya Formentera, la isla nos sorprende con una estrecha lengua de arenales que por el este y el oeste las aguas abrazan. Muy poco después, entramos en el pequeño embarcadero de la Savina y nos golpea el estallido de la luz que, si ya fue creciendo en la travesía, aquí tiene un absoluto protagonismo y es casi excesiva, lo envuelve todo y transfigura todo lo que toca. Moviéndonos como sonámbulos en una blanca y plasmática luminiscencia, los viajeros nos convertimos en bebedores de luz, una luz voraz pero que es también anestésica o sedativa. Hoy se han asfaltado multitud de caminos, pero todavía recuerdo la única carretera que a mediados del siglo pasado cruzaba la isla de un extremo a otro y que, pavimentada como estaba entonces con sal apisonada, provocaba, por la refracción del sol en los cristales, un insólito deslumbramiento que subrayaba el imperio de esta luz en la que –afortunadamente, diría yo– seguimos inmersos. Vayamos donde vayamos, el macizo de la Mola, la punta de Trucadors, es Caló, la cala d´en Baster o el telúrico Cap de Barbaria, en Formentera dominan las calizas y las arenas, pero son ámbitos, todos ellos, sometidos a una luz implacable e inmisericorde con la que no valen adjetivos y que sólo podemos describir con tropos y semejanzas, pues de forma directa no puede abordarse.

Si caminamos las playas con los pies desnudos, los arenales arden, pero en ellos, como si fuera un milagro, florecen los cardos y los lirios. Y lo mismo pasa en las rocas. Se ven desgastadas, requemadas y ennegrecidas, pero en los intersticios de las piedras brota el bellísimo cástamo, el tomillo y rarezas botánicas como la Scilla numídica y Scilla obtusifolia. La vida en Formentera es resistente y obsesiva, y en su pujanza juega la luz. Una luz que crea atmósferas irreales, de corporalidad jubilosa y que late con un pulso cromático que nunca he visto en ningún otro lugar. Podríamos decir que la luz de Formentera es inexorable y sobrenatural, una luz que produce vértigos, que puede embriagarnos y en la que todo tiende a desvanecerse. Tal vez por eso los pintores no consiguen atraparla en sus lienzos. El hecho cierto es que fracasan cuando tratan de captar sus sorprendentes efectos atmosféricos y su espejeo en las aguas y en los enjalbiegos. Los pintores que viven en la isla conocen bien la condición inaprensible de esta luz tan omnipresente como esquiva y saben que sólo pueden trabajar con efectividad el claroscuro, la penumbra, la sombra iluminada.

A cielo abierto, el viajero tiene que protegerse del sol que cae a plomo y abrasa. Y de la luz pertinaz que alcanza todos los rincones. En Formentera no se puede prescindir del sombrero de paja y ala ancha que tan común es en las gentes del campo. Y no debe sorprendernos el uso que, sobre todo las mujeres, hacen de los invernales paraguas que aquí, paradójicamente, se utilizan más durante el estiaje. Y no porque llueva, que no llueve, sino porque prestan un servicio insuperable como parasoles. Lo que quiero decir es que, antes o después, el viajero verá la insólita imagen de una mujer que se acerca a pleno sol con un paraguas abierto que, con su sombra, hace más llevadero y amable su camino. En cualquier caso, esta luz cotidiana –y esto es lo más importante– adquiere en Formentera una dimensión áurica, mítica, una cualidad trascendental. Es una luz que crea –sin darle a la frase un valor religioso– un espacio sagrado. Es una luz, en fin, que nos desnuda y nos taladra, una luz que puede aislarnos en una dicha metafísica, pero que también nos aturde y desorienta. Tal vez por eso son tan frecuentes en la isla los ensueños, las visiones, los espejismos y los alucinados imaginarios. Y es también la razón de que Formentera sea una tierra proclive a la creación. En ningún otro lugar hay más artistas y artesanos por metro cuadrado. «Aquí –me comenta un pintor– se crea como se camina, crear es algo natural y, en ciertas circunstancias, una respuesta ineludible a las pulsiones que despierta la naturaleza y aviva la luz».

Las ovejas y las cabras de Formentera buscan la sombra de las monumentales higueras y en la solana sólo quedan las lagartijas, que permanecen estáticas ante su dios Atón, proliferan a miles y son ya el logotipo de la isla. Luego, en el mediodía, con el sol en su cenit, las lagunas humean y las salinas desprenden vapores desde su prodigiosa cuadrícula de láminas metalizadas. Finalmente, tras las puestas de sol que son bíblicas y sangrantes, llega la noche como una tregua necesaria para que la isla, agostada y exhausta, recupere su respiración. Formentera se rehace mientras duerme y en cada amanecer despertamos como si estrenáramos un mundo, como si se repitiera el primer día de la creación. Pero eso sí, vivir en Formentera exige abdicación y desprendimiento. Uno tiene que aprovechar la desnudez que provoca la luz y renunciar a todo lo que no sea estrictamente necesario. La más insignificante migaja a la que intentemos asirnos será el germen de un seguro fracaso. Sólo desde cierto estoicismo y renunciamiento, desde la soledad y el silencio, la isla y su luz tienen efectos catárquicos y sanadores. Pero no nos equivoquemos esperándolo todo de la isla, pues es uno mismo el que debe encontrar su lugar, su propia Itaca, su propia curación. Lo que Formentera ofrece, en resumidas cuentas, es paz para vivir o, lo que es lo mismo, ámbitos y maneras de vivir en paz. En ello juega mucho la luz, que en Formentera es hipofánica, iniciática y reveladora.