Francisca Clapés Ferrer recuerda como si fuera ayer la huelga de las trabajadoras de la fábrica de Can Ventosa de julio de 1936. Han pasado los años pero aún tiene grabada en la memoria la imagen de una de sus compañeras tirada en el suelo después de que le arrojaran una piedra por defender la mejora de sus condiciones. «Le abrieron la cabeza», afirma cerrando los ojos Francisca, a quien la Associació de Dones Progressistes d´Ibiza i Formentera ha concedido este año el Premi 8 de Març a la mujer trabajadora, que le entregarán en una gala que se celebrará el próximo miércoles 7 de marzo en el Club Diario de Ibiza. Francisca, que en julio cumplirá 96 años, no cree que merezca un premio por su trayectoria.

Afirma que siempre ha hecho lo que consideraba que le correspondía y repite en varias ocasiones que quien de verdad lo merecería es Margalida Roig Colomar, Margalida Llogat, su gran amiga, compañera en la fábrica y presidenta del sindicato Unión Obrera Femenina, adscrito a UGT, en el que también estaba afiliada Francisca.

Beatriz Torreblanca, presidenta de Dones Progressistes, destaca los méritos de Francisca: una mujer trabajadora que participó en la primera huelga de mujeres de Ibiza y protagonista de un periodo importante de la historia reciente de la isla.

Francisca, de Can Carablanca, comenzó a trabajar en la fábrica de calcetines siendo apenas una niña, con solo diez años. Vivía en Dalt Vila, cerca de es Portal Nou, y antes de su primer día de trabajo cuidaba de sus hermanas pequeñas mientras su madre cosía sacos en Can Coll. Ya entonces era inquieta y atrevida. «Un día, decidí hacer la comida. No la había preparado nunca. En casa teníamos fuego de carbón, pero pensé hacer una olla de habas en fuego de leña. Cuando llegó mi madre no se lo podía creer», recuerda Francisca.

Cuando comenzó a trabajar en la fábrica se levantaba aún de madrugada y ella y otras tres amigas emprendían el camino desde Dalt Vila hasta Can Ventosa, donde tenían que empezar a las seis de la mañana. «Acabábamos a las tres de la tarde y solo parábamos un rato, a las nueve, para comer algo», apunta. Francisca asegura que había un gran compañerismo entre la mayoría de las mujeres de la fábrica: «Si a alguna le faltaba una madeja de hilo, se la dejábamos. Nos queríamos mucho». Durante aquellos años apenas faltó al trabajo. Únicamente se tomó unas semanas cuando tuvo a sus hijas, Nieves y Conchita, a las que, una vez reincorporada, daba el pecho en media hora que le concedían en la empresa. «Hasta con dolor de muelas fui a trabajar. Tenía tres máquinas a mi cargo y cuando me dolía mucho bebía traguitos de agua», comenta orgullosa.

«Si no nos vamos, me matan»

Francisca señala que fue Margalida Llogat quien la animó a apuntarse al sindicato, algo que no dudó en hacer. También fue su gran amiga quien le dijo que tenían que hacer huelga para mejorar sus condiciones laborales. Francisca no lo dudó.

A los catorce años, en un baile de Carnaval, conoció a Vicent, comunista que trabajaba en una imprenta. Primero bailó con su hermano, pero fue Vicent quien la enamoró. No se separaron más. Se casaron después de cinco años de festeig, cuando Francisca había cumplido los 19. Con él se fue a Valencia cuando acabó la guerra: «Me dijo: ´Francisqueta, si no nos vamos me acabarán matando´». La premiada recuerda el miedo que sintió durante la travesía. «Era la primera vez que viajaba en barco. Estaba atestado de gente que huía. Yo no paraba de mirar al cielo. Pensaba que en cualquier momento pasarían los aviones y nos lanzarían una bomba», afirma.

El regreso a Ibiza no fue mucho mejor que la marcha: «Cuando llegamos había una camioneta esperando. Se llevó a todos los hombres que desembarcaron. Los llevaron al cementerio para asustarlos y luego a la cárcel». Poco después también detuvieron a Francisca, que confiesa que se sentía «sola y nerviosa». A pesar de eso, asegura que en la sala en la que la encerraron sacó «espíritu» para rebatir a los guardias que la interrogaban. «Me acusaron de ser la presidenta del sindicato, de animar a la huelga. Les contesté que eran unos sinvergüenzas, que no podían estar diciéndome eso porque ellos habían condenado a muerte a la presidenta, que era Margalida Llogat», explica aún con rabia. Y es que uno de los momentos más duros de su vida fue cuando, a los pies de la cárcel de la Misericordia de Palma, donde Margalida estaba encarcelada, le impidieron verla.

Tras acusarla de incitar a la huelga, entre dos guardias condujeron a Francisca a la cárcel de Ibiza, al primer piso. En el de abajo, que veía a través de unos ventanucos, sabía que estaba su marido. Pidió que le dejaran verlo, pero se lo negaron. «Entonces rompí a llorar de los nervios», susurra. Catalina Costa, su eventual compañera de celda, le ofreció el único catre y la consoló. «Le habían matado a su novio en Santa Eulària», rememora. Catalina intentó consolarla recordándole que al día siguiente era domingo y podría ver a su marido en la misa.

Tres máquinas

Los siguientes años fueron complicados para Francisca. Regresó a la fábrica, donde la seguían esperando las tres mismas máquinas en las que había trabajado anteriormente, pero su marido fue condenado a tres años de cárcel. «Su único delito era ser comunista», repite, como un mantra, Francisca. «Estuvo dos meses en la cárcel de Ibiza, en Dalt Vila, pero luego se lo llevaron a Palma. Yo quería ir a verle pero no pude porque ya estaba trabajando», justifica. Tiempo después enviaron a Vicent a es Campament, el campo de concentración de Formentera.

La ibicenca pidió al mecánico que le diera permiso un sábado para poder visitarlo el fin de semana con su cuñada, Maria, que le llevaba, entre otras cosas, una sandía. Las dos cogieron la barquita que unía el puerto con Talamanca. Al llegar a la playa, a Francisca le pareció ver, a lo lejos, una figura conocida. «¡Era Vicent! ¡Lo habían soltado! Fue una gran alegría», exclama. El álbum familiar de Francisca está lleno de fotos de Talamanca. La familia de su marido tenía un merendero. En esa playa vivieron momentos felices. Cervecitas al sol, conversaciones con turistas, románticos paseos y baños a medianoche, cuando el local cerraba.

Francisca trabajó en la fábrica de Can Ventosa hasta el último día. Hasta que cerró Calcetería Hispánica. En total, 27 años. En el momento de la clausura tenía a sus hijas pequeñas y se le pasó por la cabeza quedarse en casa cuidando de ellas. Pero no. Ella y su marido empezaron a trabajar en Port des Torrent, en el restaurante El Viejo Gallo. Vicent era camarero y Francisca estaba en la cocina. Allí siguieron hasta que Vicent enfermó y Francisca tuvo que cuidarle. «Me gustaba estar en el restaurante», afirma Francisca, que recuerda que cocinaba a mediodía, por la noche y, además, preparaba los huevos y las salchichas del desayuno de los turistas. «Por las mañanas, los dueños me decían que me tomara con ellos un té inglés, pero yo prefería la cocacola. A mediodía ya me había tomado dos o tres y Vicent no me dejaba beber más porque me ponía como una moto», detalla la sindicalista, que recuerda con cariño aquella época. «Los niños venían y los duchaba con la manguera. Se divertían mucho», comenta con una sonrisa Francisca, que aunque dejó de trabajar tras la muerte de su marido no ha parado quieta.

Ni el bastón que siempre la acompaña impide que, a sus 95 años, dé unos pasos cuando escucha un tango, su baile preferido. «Tengo algunos premios», comenta sonriente antes de recordar las veces que en las salas de baile les dejaban la pista solo para ellos. «Las mujeres de Can Carablanca bailábamos todas muy bien», asegura. De hecho, ella y sus hermanas aprovechaban los escasos momentos de descanso en Can Ventosa para enseñar algunos pasos a sus compañeras. «A mi hermana Isabel pagaban con espardenyes», afirma con una carcajada.