­Más que los policías ´sociales´ (de la Brigada Político-Social) le aplicaran la tortura de ´la cigüeña´, que casi le reventaran los testículos de una patada y que le humillaran, más que ser condenado por el Tribunal de Orden Público (TOP) a dos años y cuatro meses de prisión, lo que a Miquel Rosselló del Rosal (Marratxí, 1950) más le dolió fue que al salir de la celda de vía Laietana (Barcelona) donde le habían molido a palos, su familia le mirara como si fuera un sinvergüenza: «Mi padre pensaba que estaba loco. O lo que es peor, que era un delincuente», comenta vía telefónica Rosselló, exconseller de Trabajo del primer Govern del Pacte de Progrés que el viernes presentó en el Club Diario de Ibiza el libro ´De la foscor a l´esperança´, unas memorias que concluyen un par de años antes de la muerte del dictador Francisco Franco.

• La mayoría silenciosa. A la hora de escribir el libro, editado por Documenta Balear, Rosselló deseaba hacer hincapié en dos puntos, y uno de ellos era cómo el franquismo caló en la sociedad. Había, a su juicio, «una amplia mayoría silenciosa» que daba apoyo al caudillo y que incluso miraba «a otro lado» si ocurría algo que le desagradaba. El franquismo era para ellos «el mejor régimen posible», subraya Rosselló.

Así lo creía su padre, representante y administrativo de una agencia de viajes que se escandalizó cuando arrestaron a su retoño en un piso de l´Hospitalet cuyas llaves le habían entregado los Comités de Huelga Estudiantiles (CHE), más rojos que Mao y Stalin. Allí los ´sociales´ le pillaron con todo el equipo: la vietnamita (con la que imprimían propaganda), clichés y panfletos titulados ´Santiago Carrillo traidor de la clase obrera de Tarrasa´, lo que permite deducir cuál era el ideario político del joven Rosselló, que por entonces tenía 20 años.

Rosselló, que había sido seminarista (en el libro hay una foto en la que aparece ataviado con sotana), niño de familia bien de clase media, era un caso perdido para sus padres: le gustaban los Beatles y, horror, llevar melena, y no soportaba que le interrogasen cada domingo sobre cuál era el color de la casulla del cura, pregunta que servía para comprobar si había ido a misa. La mayoría silenciosa, entre la que estaba su familia, comprendía que los obreros se rebelaran, «pero no que sus propios hijos les salieran contestatarios [término acuñado por el régimen]». ¿De qué se podían quejar ellos?: «Para muchos de nosotros fue más dura la incomprensión de nuestras familias que la represión franquista», asegura Rosselló.

• Más hostias que un tonto. Y eso que en vía Laietana le hicieron papilla durante 72 horas ante de ser enviado al juez. Precisamente, la tortura que sufrió, y que trata sin rubor en este libro, es el segundo aspecto que quería destacar Rosselló: «Me niego a calificar el régimen franquista de autoritario. Quiero combatir esa teoría revisionista. Fue una dictadura cruel y asesina desde el principio hasta el final», recuerda a los desmemoriados. A él lo machacaron en Barcelona, pero a otros, como Salvador Puig Antich, les dieron garrote vil e, incluso, meses antes de que Franco falleciera se fusilaba a cinco presos políticos, para estupor de el orbe civilizado.

Rosselló y sus compañeros de actividades clandestinas fueron traicionados por el padre (de esos de la mayoría silenciosa) de una camarada: ellos a cambio de su hija. En la jefatura de vía Laietana fue conducido al despacho de Genuino Navales, jefe del grupo de la Brigada Político-Social responsable de su interrogatorio y que años más tarde «fue ascendido a comisario por sus méritos en la carrera policial», rememora Rosselló. Como no quería cantar (ni entonces ni más tarde, quizás porque la condena podría ser peor), los agentes le aconsejaron que meditara en el calabozo si prefería seguir callado: «Estate listo para hablar o te vas a llevar más hostias que un tonto», le avisaron.

Se las llevó. De poco le sirvió alegar que había sido seminarista: «Hoy todos los curas son rojos», le espetaron. Le aplicaron la dolorosa tortura de ´la cigüeña´, con las muñecas esposadas a la altura de las rodillas. En aquella postura le hicieron recorrer todo el despacho, de pared a pared, lo que incrementaba su dolor. Comenta en el libro que para darse ánimos cantaba para sus adentros ´La Internacional´ y pensaba en Dolores Ibarruri.

Aunque «tenía una pésima opinión de los militantes y dirigentes del PCE», admiraba a La Pasionaria, hasta el punto de que en todos los despachos que ha tenido como responsable institucional colgaba un póster de esa mujer, «símbolo de la lucha contra el sistema».

La siguiente tortura fue aún peor: colocado frente a una pared, lo más inclinado posible y sujetándose con los dedos índices de cada mano. Un policía se encargaba de darle una patada en la barriga cada vez que retiraba un dedo. Las molestias en los índices no remitieron hasta meses después.

Y finalmente llegó un policía al que los estudiantes descubrieron en la facultad de Farmacia, lo que le obligó a salir de allí «por patas». En la Jefatura lo pagó con Rosselló: «Me pegó una patada en los cojones con toda su fuerza. Era la primera y hasta ahora la única que me han pegado y puedo asegurar que hace mucho daño», afirma.

• En la universidad obrera. En Carabanchel, prisión a la que llegó antes de recalar en Jaén, descubrió la denominada universidad obrera: «Allí se tenía más sensación de libertad que en la calle», recuerda. En su galería, la tercera, no le faltaron libros prohibidos por el régimen ni tuvo problemas para participar en asambleas del PCE. En Madrid descubrió que contra Franco no solo luchaban los jóvenes: había también hombres que tenían la edad de su padre, que justo falleció cuando él estaba en chirona.