A los diez años, Carmen Serra Juan necesitaba subirse a un cajoncito para alcanzar el lavacabezas de la peluquería de Vicent Gabriel. En aquel local de s´Alamera, la pequeña Carmen, apenas una niña, encontró su destino. Han pasado 70 años desde que «tímida y con un poco de vergüenza» entró por primera vez en una peluquería. Aún hoy, con 79 años (cumple los 80 el 17 de junio), sigue haciéndolo todos los días excepto los domingos, que descansa, y los lunes, que tiene que cerrar porque la normativa no les permite «hacer tantas horas», explica la propia Carmen. Son poco más de las ocho y media de la mañana y en su salón de la calle de la Cruz varias clientas están ya bajo el secador, en el lavacabezas y con los rulos.

Carmen, con la bata blanca puesta y las tijeras en la mano, sonríe al recordar sus primeros días en el oficio. Estaba tan orgullosa de trabajar que le gustaba que se notara. «Vicent me decía que fuera con mucho cuidado con las decoloraciones. Entonces se hacían con agua oxigenada y amoníaco. Un día metí los dedos en el preparado porque quería que mi madre viera lo mucho que trabajaba. Me dolió muchísimo, nunca más lo hice», explica mientras Antoñita, que lleva 42 años trabajando con ella, peina a una clienta. De aquellos años recuerda divertida cómo al barrer el pelo encontraba monedas en el suelo. 25 céntimos, 50. «Las ponía sobre el tocador y luego Vicent me dejaba ir donde Maria del Bisbe a buscar almendras o dulces. Yo pensaba que los peluqueros tenían mucha suerte. ¡Además de lo que ganaban encontraban dinero en el suelo! Mi madre me dijo que Vicent dejaba las monedas para ver si me las quedaba, si era de fiar», indica.

Las madrugadoras clientas ríen. Una de ellas, Margarita, de 85 años, aprovecha que tiene que esperar a que los rulos ondulen su cabello para comerse un bocadillo. Es una de las fieles. «Desde que me casé, que me peinó Alicia, otra peluquera, nadie más que ella me ha tocado el pelo», afirma.

Peluquera a domicilio

Carmen sonríe. Mira a Margarita con cariño. Se emociona al pensar en las clientas que ya no están. «Todas son muy mayores y van faltando», justifica secándose las lágrimas. La más mayor tiene 94 años. La más joven ha cumplido los 35. A algunas de ellas, a las que ya no pueden subir los escalones que conducen al salón o a las coquetas a las que la enfermedad tiene enclaustradas, Carmen va a peinarlas, lavarlas y teñirlas a sus casas. Es algo que ya hizo en sus principios, cuando era adolescente. Vicent Gabriel cerró la peluquería y emigró a Buenos Aires, lo mismo que su segunda jefa, Antoñita Viladrich, con la que trabajó durante años en un establecimiento situado en Bartomeu de Roselló frente al que aparcaban los autobuses. Tras el segundo cierre —«todos se me iban a Buenos Aires»— no se quedó parada. Con su secador y sus rulos era peluquera a domicilio. Así estuvo un año, hasta que decidió montar su primera peluquería. Le ofrecieron un negocio a medias. Pero no lo quiso. «Siempre me ha gustado ser independiente. Si quería regalar algo, poder hacerlo sin preguntar a nadie», señala.

Con 19 años abrió su establecimiento en el número 27 de la calle Obispo Cardona. Una planta baja por la que pagaba 500 pesetas al mes y en la que dio trabajo a algunas de sus hermanas. Carmen, Elena y Victoria sonríen desde un viejo álbum de fotos. Posan con sus batas blancas, dentro y fuera del local, peinándose unas a otras, debajo del secador, leyendo un diario… Allí, tras la cortina de flecos, pasaron 14 años, hasta que Carmen compró el local que aún hoy es Peluquería Carmen, como se lee en el discreto cartel que cuelga del balcón. Le costó 1.200.000 pesetas, que pagó con lo que tenía ahorrado en el banco, en una cuenta que abrió porque una clienta se lo recomendó. «Nadie en mi familia tenía libreta. Fui la primera», señala. En ella, todos los meses ingresaba lo que podía y, como le había indicado aquella mujer, «no tocaba ni un céntimo, como si la cuenta no existiera».

Hasta el primer piso de la calle de la Cruz iban a peinarse durante los años 50 y 60 mujeres de todos los rincones de la isla. «De Sant Antoni y Santa Eulària menos porque fueron los primeros pueblos en los que abrieron peluquerías», matiza segundos antes de saludar efusivamente a la mujer que acaba de entrar por la puerta. Es Caty, también peluquera, jubilada y una de las grandes amigas de Carmen. Se conocieron a finales de los 50, en cursos y festivales de peluquería y su amistad aún dura. Caty peinó a Carmen para su boda, se sacaron juntas el carnet de conducir, se compraron a la vez el primer coche (un Seat 850), hacían pedidos de productos a medias para conseguir regalos, han sido compañeras de viaje y los sábados por la noche, junto a otras seis amigas, se reúnen para charlar, jugar a las cartas y divertirse.

A lo ´garçon´

Las dos ríen cuando recuerdan los problemas que tenía entonces Carmen con el corte a lo garçon. «No me salía muy bien. Yo no había estudiado, lo había aprendido todo de otros peluqueros, y aún no había ido a muchos cursos. Cuando venía alguna chica pidiéndome un corte a lo chico se la enviaba a Diego Ros, otro peluquero», confiesa. Eso sí, se apresura a aclarar que ya no tiene ningún problema con este corte. «Hice muchos cursos. En Alicante, Palma, París y Londres», explica. Estos viajes no le hacían mucha gracia a su padre. No entendía por qué tenía que salir de la isla para perfeccionar su técnica. «¿Qué tienes que hacer tú por ahí?», asegura que le preguntaba. La oposición paterna nunca impidió que acudiera a estas clases. Su marido, Pedro, con el que se casó a los 43 años, no interfirió nunca en su negocio. Lo conocía porque él, trabajador de La Comercial, a veces le entregaba paquetes en la peluquería. El amor surgió, sin embargo, tiempo después, en el bar s´Alamera, donde Carmen y Caty coincidían con Pedro tomando café.

Desde que abrió su peluquería Carmen solo ha faltado al trabajo los seis meses en que tuvo que quedarse en casa para cuidar de Pedro, muy enfermo. «Y solo ha estado cerrado por defunción», matiza buscando en el álbum las fotos de su marido, que falleció hace doce años. La expresión melancólica con la que mira las fotos de la boda, del viaje de novios a Venecia, de los días en la playa, se transforma en una sonrisa unas páginas más adelante, cuando se ve disfrazada de flamenca, de gitana, de india… «Mi padre la vio de hawaiana y no se creía que fuera la jefa», apunta Antoñita pulverizando laca.

En un sobre aún por colocar, Carmen guarda una foto que hace poco le regalaron unas turistas suizas a las que, en los años 50, peinaba durante las vacaciones. Las extranjeras, recién salidas del establecimiento, lucen perfectos cardados. «Entonces la gente se peinaba mejor», afirma convencida la peluquera, que confiesa que no soporta los recogidos que parecen despeinados ni el pelo sin brillo. Con aquellas turistas que les enviaban desde los hoteles se entendía por señas, sin saber idiomas, recuerda preparándose para otro intenso fin de semana de trabajo. Abrirá a las ocho y pasará el día peinando, cardando, secando, tiñendo, permanentando y poniendo reflejos. Acabará cansada, pero contenta. Sus clientas son como su familia. «Paso más tiempo con ellas aquí que en casa. Nos lo pasamos muy bien», justifica Carmen, a la que no se le pasa por la cabeza jubilarse.