Como un tránsito revelador que nos permite dar un salto cualitativo. Quien hoy quiera conocer de verdad Formentera debe evitar por todos los medios recalar en ella los julios y agostos, tiempos en los que el desembarco de un turismo masivo consigue desfigurarla. En cualquier otro mes, la isla recupera su auténtica naturaleza, aunque, eso sí, no conviene dejarse engañar por su publicitada condición arcádica porque vivir en Formentera sigue siendo una laboriosa conquista y la isla no se entrega con facilidad. Lo que quiero decir es que el paraíso todavía existe en Formentera, pero hay que buscarlo y merecerlo. No hablo, por tanto, de quienes llegan a la isla para pasar unos días y se van, sino de aquellos que llegan para quedarse.

Cuando yo conocí Formentera, hace ya muchos años, la adaptación del recién llegado ya exigía un peaje, era algo que, lejos de ser gratuito, se conseguía con paciencia y esfuerzo. Trataré de explicarme. Formentera era –y sigue siendo en los inviernos, todavía hoy–, un ámbito singular por su situación, sus dimensiones, su geografía y sus condiciones de habitación. La pequeña Pitiusa era y es un mundo distinto y distante, a pesar de su proximidad a Ibiza, once millas de navegación entre sus puertos y sólo tres entre la Punta de ses Portes, en Ibiza, y la Punta de Trucadors, en Formentera. En todo caso, aquí no hablamos de una distancia física, sino de una distancia vivencial. Hablamos de distanciamiento, de la separación que el viajero experimenta en Formentera cuando lo primero que percibe es la insularidad como aislamiento. Para Baltasar Porcel, «la impressió insular i marina que Formentera produeix és superior fins i tot a la que fa Cabrera, l´illa menor de l´arxipèlag, on comes, cales i turons, simulen una geografia de configuració sólida y continental». Ya es significativo que a Formentera se llegue sólo por mar, único camino de alcanzar las verdaderas islas. En Formentera no dejamos de ver el mar y el aire es siempre salobre, un aire marino. Pero el aislamiento también impone sus reglas de silencio y soledad, de una menor movilidad, de un ritmo pausado y de una inevitable monotonía. Y la soledad y el silencio, a su vez, pueden desembocar en cierto ensimismamiento. Cuenta Enric Majoral, el internacional y admirado orfebre de Formentera, que cuando llegó a la isla en los años setenta y le preguntó qué hacía a un payés que estaba sentado en el portal de su casa y tenía puestos los ojos en la lejanía, éste le resumió, al responderle, la idiosincrasia insular: «estic escampant la mirada». Finalmente, también el tiempo y las distancias tienen en Formentera otra medida. Los parámetros espacio-temporales de la isla no son los habituales y exigen una forma peculiar de habitación, un acomodo que sólo puede hacerse de forma personal y desde dentro. No es casual que en Formentera cueste cubrir algunas vacantes, pongo por caso, de médicos y maestros.

Con el permiso del lector, explicaré mi propia experiencia. Durante varios años, pasé muchos meses en la isla y recuerdo que, al llegar, siempre tenía una sensación incómoda y desconcertante. Me costaba aclimatarme. Viniendo desde Barcelona, el cambio era tan brusco que durante seis o siete días andaba perdido y desconcertado. Me abrumaba el silencio, me pesaban las horas muertas, el tiempo transcurría con una lentitud exasperante y me sorprendía que los pequeños detalles –mi propia respiración o el vuelo de una mosca– adquiriesen una importancia a la que no estaba acostumbrado. También me desorientaba el contraste entre la desmesurada luz diurna y la oscuridad cerrada de las noches, que eran siempre altas y aceradas. Pero algunos días después, imperceptiblemente, experimentaba una extraña metamorfosis con el resultado de que, poco a poco, la situación se normalizaba. Se producía, para empezar, una lenta desaceleración y al hacer los caminos a pie o en bicicleta, la isla, sorpresivamente, devenía un universo prácticamente inabarcable. La ansiedad y las prisas no tenían sentido, desaparecían y uno descubría que tenía tiempo para todo. Pero no era sólo eso, porque detalles que antes me pasaban desapercibidos ahora cobraban importancia: el paseo invernal por una playa desierta, la conversación con un anciano, una rebanada de pan con unas gotas de aceite y una pizca de sal, el espectáculo nocturno del faro de la Mola, un tañido de campanas en la iglesia de San Francesc, la visita a la extranjera que vivía en un viejo Molino, los libros que me prestaba Robert L. Baldon, las excursiones arqueológicas con Rolf Stamberg, el galerista de Sant Ferran, todo un catálogo de pequeños placeres que antes pasaba por alto.

Y no era tampoco mala cosa que el mar, los árboles, las nubes, los soles y las lunas sustituyeran la visión gris del asfalto y el cemento urbanos. Y si en la gran ciudad domina la exterioridad que nos mantiene exiliados del propio yo, en la isla adquiría peso la interioridad y el afincamiento. Y si en Barcelona estaba solo entre una muchedumbre anónima y sin rostro, en la pequeña comunidad de Formentera me rodeaban rostros siempre cercanos y familiares, con nombres y apellidos. A partir de este tránsito que se hacía esperar, pero que finalmente llegaba, la isla devenía un lugar habitable y acogedor, un ámbito que tenía algo que todos necesitamos, medida humana. Lo que uno hiciera, a partir de entonces, quedarse o ahuecar el ala, era ya una decisión personal. Yo, por razones que no vienen al caso, tuve que irme. Pero sigue siendo un lugar al que siempre regreso y en el que me siento como en casa. Pero eso sí, nunca en julio y agosto.