Treinta personas desembarcan en sa Conillera. La joven que lidera la expedición se dirige a los presentes y al cabo de 10 minutos todos, sin excepción, están a cuatro patas, cabeza gacha, con los ojos clavados en el suelo. Quien observara la escena desde lejos podría imaginar varias posibilidades para explicar esa extraña conducta (es una secta que comienza su retiro espiritual; es un comando que toma posiciones; es, oh, ¡una orgía!...) excepto que toda esa gente hubiera navegado hasta allí en el pequeño ´Mistral´ para observar minúsculos líquenes y que al mando estuviera una bióloga, la liquenóloga Teresa Marí, con la misión de descubrir a los neófitos esos microcosmos: «Sé que hay quien no identifica los líquenes con algo vivo», admite Marí mientras reparte seis lupas y varios folios explicativos entre los asistentes a la visita divulgativa organizada el pasado sábado a sa Conillera por la Reserva de es Vedrà, es Vedranell i el illots de Ponent (que parece que será la última gratis, pues los tijeretazos del Govern amenazan también a este tipo de actividades).

Con voz melodiosa, como si contara un cuento de hadas a unos niños, la liquenóloga no solo desentraña los secretos de ese mundo en miniatura sino que, además, en los 10 primeros minutos logra inculcar una nueva actitud en sus oyentes: «Ahora da cosa pisar el suelo», exclama Marta Tur, la educadora ambiental de la Reserva, tras escuchar la primera de sus explicaciones.

De puntillas

El cambio de actitud se resume en que todos han captado ya que esas manchas anaranjadas o blancas del suelo no son óxido o heces de gaviota, sino seres vivos. Y desde entonces prácticamente irán de puntillas para no pisarlas. Se han dado cuenta, también, de que están rodeados, de que hay líquenes por todas partes, por ejemplo en esa franja de costa que no debe su color negro a una marea con restos de petróleo, sino a la Verrucaria amphibia y a la Collemopsidium halodytes, que se pegan a las rocas como si la vida les fuera en ello (y así es): «Eso explica por qué los liquenólogos van cargados de piedras», confiesa Marí. Se aferran tanto a ellas que es imposible arrancarlos: o se las llevan o no hay posibilidad de estudiarlos como es debido. Unos decoran sus terrazas con macetas; la bióloga conserva piedras manchadas con líquenes.

Para empezar, algo básico: los líquenes son hongos asociados a algas. «¿Quiere eso decir que esos hongos de la costa están conectados a las algas del mar?», pregunta alguien. «No, el alga está dentro del mismo liquen, donde vive en simbiosis con el hongo. Ambos salen beneficiados. El hongo protege al alga de la luz demasiado intensa y de la desecación, mientras que el alga fabrica el alimento que compartirá con su protector», explica, paciente, Teresa Marí. Quid pro quo. El ejemplo son las anaranjadas Xanthoria calcicola, o las Caloplaca flavecens: «Cuanto más expuestas al sol, más naranjas son. Es su parietina, que es como el moreno de los humanos, su melanina», detalla la bióloga. Bajo esa capa superficial anaranjada o blanca hay algas verdes: basta con hacer una raya con una moneda para que aflore.

Desde el minúsculo puerto de sa Conillera hasta el faro, un serpenteante y empinado camino de aproximadamente kilómetro y medio, Marí desvela la diferente variedad de líquenes que pueblan el terreno conforme se asciende, en árboles, en rocas, en el mismo suelo. La Cladonia convoluta («muy usada como musgo para belenes, aunque no es musgo», subraya la experta) es otro ejemplo evidente de esa interesada colaboración entre alga y hongo: cuando el sol aprieta, se pliega y muestra su parte blanca, que refleja los rayos para preservar así su humedad; pero si está a la sombra, estos líquenes foliáceos dejan a la vista su parte de color verde intenso, la que hace la fotosíntesis. Hay vida en esos seres tan minúsculos, incluso movimiento (a cámara lenta). Los expedicionarios ya empatizan con ellos y empiezan a moverse cuidadosamente por el islote, como bailarinas, para no dañarlos.

La bióloga muestra hasta cuatro tipos diferentes de líquenes en el tronco de una gruesa sabina, algunos del tamaño de un punto. Casi todos pasarían inadvertidos para los profanos, que solo percibirían manchas. Las lupas permiten descubrir esos mundos minúsculos, acompañados, a veces, de heces de rata, a montones junto a unas Cladonia pocillum de las que emergen una especie de trompetas.

Una de romanos

Roedores y algún conejo se cruzan por el camino, además de unas cuantas lagartijas autóctonas a las que este insólito calor primaveral en pleno invierno está enloqueciendo su reloj biológico. Y gaviotas, muchas, cada vez más conforme se llega al faro, que gritan desesperadas ante la proximidad del grupo de humanos. Ahora se encuentran en la fase de ocupar el espacio donde dentro de un par de meses empollarán, según explica la educadora ambiental.

Con Denia y la costa levantina perfilándose al fondo, Marí para un momento junto a una sabina que hay en la parte más alta de la isla para arrancar (en esos momentos, ya hasta duele ver ese trato a un liquen) una Roccella phycopsis, que es un fruticuloso lleno de ramas muy pequeñas, con forma de bolita esponjosa y de color entre verde y gris. Saca de su bolso un frasco con lejía y echa unas gotas sobre la roccela, que se tiñe entonces de rojo intenso, como si le emanaran gotitas de sangre. «Lo he hecho –parece disculparse tras ver las caras de los presentes– para que veáis que los líquenes también tienen utilidades», señala la bióloga.

De las cualidades del liquen en cuestión, al que también llaman tintorera, se percataron los espabilados romanos, que lo usaban para teñir sus túnicas. Y como además segregan unas sustancias antibióticas, «protegían los tejidos de la degradación», indica Marí. Precisamente por eso, estos líquenes no dañan a la sabina a la que se adhieren, sino que la protegen con sus sustancias antibióticas. De nuevo, quid pro quo biológico.