El periodista y escritor noruego Leif Borthen (Trondheim, 1911) llegó a Ibiza por primera vez en 1933 y fue seducido por el paisaje de Sant Joan, una zona de la isla a la que por aquel entonces solo se podía acceder a pie, puesto que la carretera terminaba en Sant Joan. En 1960, Borthen volvió a la isla y se dirigió de nuevo hacia aquella zona. La encontró igual que siempre, todavía incomunicada por tierra, y acabó quedándose a vivir allí. El periodista y su esposa, Elsa Askeland, se construyeron una casa en el camino que baja al Port de ses Caletes y en aquel lugar escribió ´El camino a San Vicente´, un relato que incluye algunas de las más bellas descripciones que se han hecho de esta parte de la isla.

El libro fue publicado por primera vez en 1967 en noruego. En 2007, la editorial Barbary Press, que dirige Martin Davies, editó de nuevo este texto en castellano, inglés y alemán. El relato tuvo una excelente acogida por parte del público, tan buena que el año pasado se publicó en catalán y hubo una segunda edición en castellano.

Borthen, que murió en 1980, se ha ahorrado la contemplación del penoso aspecto actual de algunos de aquellos paisajes que describió hace 40 años El incendio que la semana pasada se declaró en el valle de Morna, el peor de la historia de Ibiza, afectó a numerosas véndes en Portinatx, Cala d´en Serra, Sant Joan y sa Cala. Muchas de las estampas que el noruego detallaba han cambiado radicalmente, el paisaje que contempló ya no es el mismo, ni siquiera lo que veía desde la terraza de su casa se ha conservado. La construcción es, si no la más, una de las más dañadas por el fuego. Las viviendas de ses Caletes, la Vénda de Cas Negres y sa Talaia de Sant Vicent tuvieron que ser desalojadas la madrugada del jueves porque el humo y las llamas suponían un peligro para sus moradores. El estado en el que quedó la casa de Elsa, la viuda del escritor, es la mejor prueba de lo real que fue ese peligro.

El autor recreaba en ´El camino a San Vicente´ su impaciencia y las sensaciones que experimentó en 1960, cuando regresó a sa Cala un cuarto de siglo después de haberse marchado de allí: «Trepé lo más rápido que pude, impaciente por alcanzar la vista que esperaba en la cima y temiendo que ya no fuera la misma. Empapado en sudor y con el corazón a punto de salírseme del pecho, me acerqué al pequeño claro que recordaba, me detuve y entorné los ojos ante los deslumbrantes rayos de sol. Por debajo de mí, con los dedos de los pies, por decirlo así, en el mar—salpicado de chispitas con el reflejo del sol—, el campo abría su amplio y ondulante seno: a un lado, el abrupto perfil de la Atalaya apuntaba directo hacia el cielo… como las orejas alzadas de un vigilante perro fenicio, tumbado junto a su ama; más abajo, donde la tierra cultivada formaba un delantal más ligero y florido sobre la lanuda falda verde del bosque y se extendía por la última chepa antes de la costa, se alzaba la iglesia: como un misal sobre una colcha». Medio siglo después, los temores de Borthen se han materializado, la vista desde aquella cima ya no es la misma.

Paisaje extraño

«En San Vicente los caseríos están dispersos por las laderas como en los Alpes noruegos, siempre en una ligera elevación, como si fueran pequeñas fortalezas. Se componen de diversos cubos encalados, grandes y pequeños, y el conjunto presenta una extraordinaria presencia arquitectónica. Los campos cercanos forman como una pared circundante en forma de anillo, protegida, a su vez, del sol por enormes algarrobos y grandes matorrales de chumberas y embellecida con elegantes rosetones de pitas afiladas como navajas», contaba el periodista. La casa de Borthen era uno de aquellos caseríos compuesto por cubos encalados y rodeado de vegetación. Los vecinos de la zona aseguran que precisamente los pinos que rodeaban e incluso cubrían la construcción, situada en una hondonada, fueron la causa de que ardiera durante la noche, cuando los aviones no podían volar y la extinción era inviable.

Por suerte, en la casa no vivía nadie ya que su propietaria, Elsa, se trasladó hace unos años a una residencia para personas mayores. En sa Cala todos la conocen. «Se ha quemado la casa de Elsa», alertaban el jueves. «Es una pena, porque era una casa vieja, pero bonita y bien conservada», aseguraba Iván Torres, que tiene un restaurante en este núcleo turístico. Cerca de la casa de Elsa hay otras viviendas que se han salvado, entre otras cosas porque sus moradores estuvieron toda la noche refrescándolas con mangueras. En esta zona, el fuego llegó la primera noche, cuando la ayuda de la Unidad Militar de Emergencias (UME) aún no había llegado y no había medios humanos ni materiales para proteger todos los frentes.

Para Elsa y Leif, como para sus vecinos, sería ahora muy difícil reconocer en el paisaje actual el entorno en el que vivían. En buena parte de la Vénda de Cas Negres todo lo que la vista alcanza es ahora negro. A ambos lados de la estrecha y serpenteante carretera que baja a ses Caletes hay señales de peligro derretidas y una extensa área cubierta de cenizas grises.

«Una vida es una vida»

Elsa Askeland, que en la actualidad tiene 88 años, está al día de todo lo ocurrido. Es una mujer de aspecto frágil, pero todavía resuelta. Consciente de las dimensiones del incendio, explica, desde la sala de televisión de la residencia, que está «muy triste», porque su marido y ella, junto a «Pepe Marí» invirtieron en aquel lugar «muchos años de trabajo». Afirma que, aunque lo sucedido es duro, lo importante es «que todo el mundo está bien». «Todo puede volverse a construir, lo fundamental es que no haya habido muertos ni heridos. Una casa es un objeto, pero una vida es una vida», sentencia con actitud serena y sabia. «Me da más pena el paisaje que la casa, porque necesitará años y años para recuperarse», reflexiona. Sobre indemnizaciones y seguros no quiere saber nada, espera que su hija Marthe se ocupe de eso cuando regrese de Oslo dentro de unas semanas.

Elsa, que fue periodista y traductora en Noruega, llegó a Sant Joan en los años sesenta y trabajó junto a su marido en diferentes libros. «Trabajábamos al 50 por ciento, lo que escribíamos era tan igual que nadie notaba la diferencia», explica. Asegura que alguna vez han intentado entrar a robar en la casa, «pero no pudieron abrir la puerta». Ahora, el fuego lo ha puesto más fácil y teme que desaparezcan algunas de sus pertenencias. No es que haya nada de gran valor, la pérdida que más lamentaría sería la de los cientos de libros que guardaba en su vivienda. «Aunque el que los toque tendrá que lavarse las manos, porque deben estar negros», advierte con cierta ironía.

En uno de los capítulos de su libro, Borthen habló de la abundante flora del lugar: «Esas tierras altas y boscosas están impregnadas con un perfume particularmente intenso, pues el aire huele no sólo a los fragantes aceites de los pinos normales —Aleppo, pino piñonero, sabina y enebro—, sino también a los de casi todas las hierbas aromáticas que imaginarse puedan: grandes matorrales de romero, verde pálido y de largas agujas, tomillo de hojas pequeñas y achaparrado, salvia verde grisácea y mate, mejorana dulce, menta, hinojo y anís…». Ahora sa Cala ya no huele así. El incendio, que ha afectado a una superficie de más de 1.500 hectáreas, ha dejado en la costa y en la sierra olor a ceniza y a raíces humeantes.