Asha Miró bebe agua de una taza con una sonrisa casi tan grande como la suya mientras el director del colegio, Joan Amorós (también escritor), confiesa que todos tenían muchas ganas de conocerla. «¡Sííííííí!», gritan los alumnos, a los que la escritora enseña el saludo indio. Todos juntan las manos, las acercan a la cara y bajan la cabeza al tiempo que un armónico «namasté» llena el espacio. Asha empieza a hablar y todos los niños la escuchan en silencio. Les explica que antes que Asha (esperanza), fue Usha (diosa de la mañana), pero que su padre, al entregarla a las monjitas que cada semana llevaban medicinas a su pueblo, le intercambió el nombre con su hermana mayor pensando que así le iría mejor la vida. Habla del orfanato de Bombay, del tiempo en que no usaba zapatos, tenía un único vestido y una toalla que utilizaba como almohada y se contentaba con dar una vuelta caminando con la bicicleta que compartían las 200 niñas del centro. Recuerda la emoción que sintió al ver por primera vez a unos futuros padres besando y abrazando a su futura hija y cómo desde entonces todos los días durante un año y medio subió la escalera de caracol en busca de la monja Adelina para pedirle con insistencia unos padres. La sorpresa al ver en una foto que sus padres eran blancos. Él con patillas y gafas de pasta. Ella vestida de flores. Y cómo desde ese momento ya les quiso. Los problemas para llenar en la India una maleta con ropa de invierno, no saber cómo meter el pie en su primer zapato, los ojos alucinados frente a la carnicería (algo nunca visto) y el empeño de sus compañeros en buscarle las plumas en su primer día de escuela. «Les habían dicho que era india y pensaban en los del Oeste», justifica antes de callar un momento y pedir si alguien tiene una pregunta.

Decenas de manos se levantan. Todos han preparado preguntas y todos quieren respuestas. «Has escrito que todo es posible, pero volar es imposible», le señala uno de los alumnos. El tercer grado empieza fuerte. «Para volar necesitamos un avión, pero cuando digo que nada es imposible me refiero a los deseos, a las cosas que se pueden conseguir con esfuerzo. Cuestan, pero se consiguen», responde disfrutando con el aprieto del primer aprendiz de periodista. «¿Cómo te sientes al ser adoptada?», continúa el interrogatorio. «Pienso que soy una persona muy afortunada porque tuve una vida hasta los seis años y otra después», afirma. «¿Cómo son las casas de la India?», siente curiosidad una de las alumnas. «Son de barro y cuando llueve a veces se deshacen. Las mujeres, cada mañana, tienen que ir a buscar agua y leña. Llevan los troncos sobre la cabeza», detalla. «A cuántos kilómetros está el río», insiste el primer interrogador, que tiene una larga lista de preguntas. «A cinco o seis kilómetros», señala la escritora.

Los niños preguntan por el reencuentro con su hermana, también llamada Asha («la miré a los ojos y fue como si la conociera de toda la vida»), si tiene hijos («adopté a Komal, que es una niña preciosa»), si le gustaba estar en el orfanato («eres una entre muchos e impera la ley de la selva»), le piden que escoja uno de sus libros («me quedo con ´Las dos caras de la Luna´, que explica muchas cosas de la India») y preguntan cuántos días tarda en escribirlos, lo que despierta las risas de la escritora. Quieren saber si mantiene relación con las compañeras del orfanato («no, porque se casan a los 12 o 13 años y se van a vivir con la familia de su marido») y si volvió alguna vez («volví y Adelina me regaló unas fotos de cuando era pequeña»). Y así hasta la pregunta 35, la última. Es el final del encuentro. Decenas de manos continúan levantadas. Decenas de preguntas se quedan en los cuadernos.

Asha aún abraza el libro que le han regalado (´Dones de pagesa´), cuando muchos de los cerca de 200 niños bajan corriendo las gradas del anfiteatro cargados con ´Els quatre viatgers´ y ´Gotas de colores´, los libros que han leído tantas veces y que esperan que les dedique.