Fabio de la Flor continúa desgranando la «paradoja» de presentar dos libros con títulos tan complementarios a los que propone dar la vuelta. Primero limpiar para luego renunciar al orden y ensuciar. Aplicar una capa de desinfectante y desempolvar la superficie para llenarla luego «de mierda» porque a los poetas que le flanquean, asegura, les gusta «hozar en el fango», en las inmundicias de la «verdad descarnada» y la «podredumbre del verbo». Sus escritos son «ejemplos de poemarios que quieren ensuciar», continúa mirando al público, unas 70 personas, que ríe, encantado y sorprendido. «Eso no lo convierte en poesía denuncia», matiza a toda velocidad.

Presentados ya los púgiles, el editor de Delirio señala que la poesía de la limpieza es «económica», con poemas que se diseminan «como metralla» y que marcan, cicatrizan y dejan huella. La poesía de alguien a quien no le importa caer y que solo pide que el cuerpo que comparta su cama no le hable de Kosovo en domingo. Los versos de la basura, continúa, son un homenaje «a las cosas que no hemos visto pero que no han desaparecido», a columnas de papel de periódicos atrasados, a un «palacio de residuos». Un canto a los objetos fabricados y nunca consumidos.

«Tomarse en serio es un chiste. Sé que no voy a ganar dinero con esto y tengo la libertad fantástica de decir lo que me dé la gana, pero decirlo bien. Es una libertad adquirida», afirma el mallorquín Javier Cánaves buscando entre las páginas de ´Limpieza y absorción´ («a este libro le falta un índice», bromea mirando al editor) el poema ´Ibiza-Ibiza´, nacido en una anterior visita a la isla y que toma su título de las letras de un cartel del aeropuerto. Por él pasean una azafata eslava, polillas, un pino centenario, bocadillos de cecina y queso y la «altiva mirada de los cuadros de Monreal».

Su voz pausada enlaza las palabras de ´Ciudadano medio´, que desea asesinar a todo el que le sostiene la mirada cuando regresa del trabajo y presenta la papelera de reciclaje como «la antesala de la muerte» antes de desvelar qué pasó la tarde del domingo en el que Kosovo se metió en su cama.

«´Basura´ es un libro para ir picoteando», recomienda el ibicenco Ben Clark. Asegura que es una obra «importante» que ha sufrido un «proceso complicado». Deambuló de un lugar a otro —«una experiencia traumática», «un largo recorrido»— antes de llegar a Delirio, «su casa», que lo convirtió en un «pedacito potencial de basura». El azar al abrir el volumen pide que explique las historias de Abdullah Samuels, que vende hierro y quema neumáticos en África envenenando con su humo negro al poblado que no siempre puede cerrar las ventanas; del niño que corre «entre el gentío y flores, bicicletas con cajas y con gente y gente y gente y gente» para descubrirle el silencioso cementerio de móviles y las ratas de Londres que se alimentan «de todo lo que la reina tira en sus banquetes». Clark desvela la lingüística de la basura y cómo la basura deja de serlo al pasar «del oeste al este y del norte al sur».

Los cinco poemas, un diálogo quizás entre hombre y mujer, de ´Horario de recogida´ son los últimos que lee antes de que el público abandone las butacas: desechos del amor, «la franqueza de los envases de yogur vacíos», la felicidad del olor a nuevo antes del olor a basura, papeleras cartesianas, mecheros sin piedra y aceras sucias.